2.- El evangelismo en reuniones sociales de la iglesia

Una oportunidad muy eficaz de evangelización son las fiestas sociales, generalmente preparadas por los jóvenes de la iglesia, poniendo a contribución sus dotes dramáticas, artísticas o musicales, ya que a ellas suele asistir público que no concurre regularmente a los cultos.

Algunos pastores consideran que dichos actos tienen que separarse de los cultos regulares de la iglesia, por tener un carácter festivo, que no con-cierta –dicen– con la seriedad y reverencia de los cultos. Mientras que otras iglesias de espíritu más evangelístico usan dichas ocasiones para llamar a estos invitados a los cultos dominicales, o por lo menos hacerles oír en aquel día algún mensaje evangelístico, breve, que les haga reflexionar sobre las cosas eternas.

Ningún programa festivo debe permitirse que ocupe la atención y consuma el tiempo libre de los jóvenes, si no tiene como objetivo principal dar un testimonio evangelístico. Éste puede ser dado por los ejecutantes del programa, por el dirigente del mismo o por el pastor, que siempre, absolutamente siempre, debe ser considerado como el elemento indispensable –y de peso– en todas las actividades juveniles.

Hemos oído de labios de algunos pastores palabras tan lamentables y equivocadas como éstas: «Esto lo hacen los jóvenes; yo no me meto en las actividades de ellos, es cosa de la juventud, yo les dejo libres».

¿Qué significa esto? ¿No forman los jóvenes parte de la iglesia? ¿No usan locales que pertenecen a la congregación? ¿No llevan a cabo sus fiestas o veladas como una actividad en favor de la iglesia? Por otra parte, ¿no serán miembros de la iglesia, en su mayoría, los que compondrán el auditorio el día de la representación? ¿Por qué, pues, esta dicotomía, o separación, entre la iglesia y las actividades de los jóvenes? Que el pastor no quiera entrometerse a dar órdenes en lo que se refiere a los detalles de la fiesta dramática o musical, está muy bien; mejor dicho, debe ser así, y en este sentido es justo y natural que el pastor diga: «Yo les dejo libres». No es de su incumbencia lo que se refiere a tales detalles, pues no puede pedirse que el pastor sea siempre un perito musical ni un maestro en arte dramático, y debe dejar que los jóvenes hagan las cosas a su manera, y actúen libremente los que tienen las habilidades propias, sin pretender mandar en aquello que no entiende por la simple razón de ser el pastor; convirtiéndose así en el mandamás de todas las cosas relacionadas con la iglesia.

Este es el mandato que hallamos en la Sagrada Escritura: «No teniendo señorío sobre las heredades del Señor, mas siendo ejemplo de la grey» (1ª Pedro 5:3).

Pero el pastor tiene el derecho, a la vez que el deber, de intervenir en todo lo que afecta a la parte espiritual de todas las actividades de los jóvenes. Y como estas actividades deben tener siempre la finalidad de propagar la Buena Nueva del Evangelio, es propio y natural que el pastor tenga siempre que tomar una parte, ciertamente la más importante, en tales actividades. Él debe ser, o bien el presentador de todos los actos, si no hay entre los elementos juveniles un presentador con facilidad de palabra, o –en el caso de haberlo– tener siempre la palabra de conclusión, quizá con un anuncio de los cultos y emisiones de radio que se den en la localidad; y si el acto ha tenido lugar en locales pertenecientes a la iglesia debe concluir siempre con una breve oración.

Si se ha celebrado en un local público, no debe ponérsele fin sin una palabra del pastor o del dirigente juvenil que lo identifique como una actividad cultural, pero de tipo evangélico, pues nunca hay por qué ocultar la identidad del grupo actuante.

Los antiguos tenían el refrán «Todos los caminos conducen a Roma», refiriéndose a la famosa red de carreteras empedradas que los emperadores romanos habían ordenado construir en dirección a Roma desde todas las naciones de Europa subyugadas por sus legiones. Más tarde el adagio se refería al dominio político que los papas habían adquirido sobre toda la cristiandad.

Los creyentes evangélicos que nos hemos desligado de este poder político-religioso debemos tener como mira ideal que todas nuestras actividades particulares, y mucho más eclesiales, tengan como centro y motivo a Cristo. No podemos ni debemos vivir para otra cosa, si de verdad somos cristianos. «Para mí el vivir es Cristo», decía el apóstol. Glorificar, ensalzar y hacer patente al mundo la obra redentora de Cristo y la luz moral de sus enseñanzas es –y ha de ser– el ideal de nuestra vida. El apóstol Pablo decía: «Todo lo que hagáis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesucristo, dando gracias a Dios Padre por Él» (Colosenses 3:17). Por tal motivo jamás debe hacerse una dicotomía entre lo que llamamos diversión de los jóvenes y los intereses del reino de Dios.

Ciertamente, todos los caminos conducen a Cristo si su palabra y sus enseñanzas llenan nuestros corazones.

En representaciones dramáticas

Hace casi medio siglo teníamos en nuestra iglesia de Terrasa un joven altamente aficionado al arte dramático, nacido y educado en una comarca de Cataluña llamada «El Ampurdán» lindante con los Pirineos, el cual poseía una habilidad especial para describir la vida campesina y costumbres ances-trales de los habitantes de aquella comarca, inventando toda suerte de escenas dramáticas típicas, así como la vida y costumbres de los gitanos, las de los ancianos y de los jóvenes, haciendo vivir tales escenas como si fueran reales. En ocasiones, sus obras de teatro tenían al comienzo algunas escenas muy graciosas que provocaban la risa del público.

Por carecer de otro local, tenían que ser representadas sobre la espaciosa plataforma de la misma iglesia, en festividades dominicales, y en horas no de culto; pero nunca el numeroso público que en aquellos tiempos abarrotaba el local era despedido sin haber escuchado un mensaje evangélico y, a veces, incluso con llamamiento.

Para ello buscaba alguna escena o frase de la misma obra representada que diera pie para un breve mensaje final, o bien yo mismo introducía en el drama, con la venia del autor, una escena de arrepentimiento y nueva vida en Cristo por parte de alguno de los personajes de la obra, haciendo así que la parte evangelizante fuera hablada por los propios actores, limitándome a aplicar yo el caso en dos o tres minutos al final, y cerrando el acto con una oración. ¡Más de un alma había sido ganada para Cristo mediante aquel «teatro evangélico», sin escenario adecuado! ¡Cuánto más podrían desarrollar ese evangelismo dramático las iglesias que cuentan hoy con magníficos locales adecuados, dispuestos con un escenario, si el móvil de divertir fuera cambiado por el de «evangelizar»!

En actuaciones musicales

Las actuaciones musicales sirven también eficazmente para el gran objetivo de evangelizar. En los mejores días de nuestra iglesia teníamos un coro que entonaba entre otras músicas evangélicas trozos del «Mesías» de Hændel. Solíamos, entonces, preparar verdaderos sermones cantados, arreglando el orden de los cantos de tal modo que el programa fuera un mensaje de evangelización, alternado entre palabra y canto.

Empezaba con el cántico «La Creación», de Haydn, lo que daba oportunidad para un mensaje de cinco minutos sobre la realidad de la existencia de Dios evidenciado por las obras de la Naturaleza, pasando a algún otro cántico que expresara la presencia del pecado en el mundo, luego la obra de la Redención, aprovechando alguno de los cánticos conocidos de Semana Santa, para terminar con otros que tuvieran relación con el gozo o privilegio de la vida cristiana y, finalmente, con la gloria del cielo. Himnos que no faltan en todos los himnarios de las iglesias. O bien dábamos remate con el coro «Aleluya», del «Mesías» de Hændel, si el número de participantes cantores lo hacía posible.

Cada cántico era introducido con un breve mensaje relacionando, en un plan homilético, al mensaje anterior y al que le seguía, de modo que lo llamábamos «sermones ilustrados con cánticos».

Sin necesidad de remontarnos al pasado, podemos señalar que existe hoy día en Barcelona (distrito de la Barceloneta), un coro con un director que es un laico, empresario de albañilería, pero que, además de poseer el necesario talento musical, es un excelente predicador voluntario, con tan admirable facilidad de palabra y celo evangelístico que puede suplir fácilmente –y con toda eficacia– el papel del pastor, permitiendo a éste quedar en el culto de la propia iglesia cuando el coro se desplaza a otros lugares. El público suele escuchar tales mensajes, cantados y explicados a la vez, con mucho más deleite que si se tratara del mejor sermón hablado.

Este método es más apropiado hoy día que en ningún tiempo del pasado, por estar la gente tan cansada de escuchar sermones y vivir una vida tan ocupada, que difícilmente resiste un sermón largo, como los que solían predicar los ministros del Evangelio en el siglo pasado. Por tal razón, muchos pastores han optado por sermones breves de 15 o 20 minutos; pero resulta lastimosa esta necesaria reducción de los mensajes a que nos ha obligado la vida moderna, pues muchos miembros tienen que hacer un largo desplazamiento para acudir a la iglesia, y puede ocurrirles lo que me decía, hace poco, un miembro antiguo: «Los pastores jóvenes nos dejan hoy día con hambre, porque cuando llega la mejor parte de su mensaje, en lugar de pasar a un segundo punto y a un tercero, con sus divisiones y subdivi-siones tan instructivas, como hacían los predicadores antiguos,terminan abruptamente, para no cansar a los jóvenes, que no tienen en su corazón el deseo de aprender la Palabra de Dios como nosotros lo teníamos a su edad». Afortunadamente, aún hay muchos jóvenes que mantienen tal deseo, pero en muchos casos es cierto el juicio del anciano.

En cambio, un sermón evangelístico amenizado con cánticos, música o proyecciones cinematográficas, puede prolongarse una o dos horas sin cansar al público. Naturalmente, no es posible amenizar de tal modo los cultos públicos cada semana, pero al menos tendría que intentarse hacerlo, por alguno de los tres procedimientos citados, una vez al mes.
El testimonio de los participantes

En muchas agrupaciones juveniles, además del testimonio de boca del dirigente o del pastor, hay momentos de testimonio de los propios participantes, actores, coristas o músicos, quienes explican sus experiencias de conversión. Estos son momentos sagrados en que los que toman la palabra deben sentir su gran responsabilidad y privilegio. Para ello queremos darles los siguientes consejos:

1.° Evite el tono de timidez. Este escollo suele producirse las primeras veces que el actuante da testimonio, sobre todo si carece de la costumbre y habilidad de hablar en público. Es casi inevitable en tales casos, pero queremos recomendar al lec-tor: Si usted tiene que dar testimonio, hable con decisión; llevando a la mente de sus oyentes la convicción de que habla del fondo de su alma, y no tiene ningún temor ni vergüenza de honrar a su Salvador diciendo lo que Él ha hecho por usted. Primero, refiriéndose a su muerte expia-toria en el Calvario; y cómo, cuando usted creyó en Él, le impartió el poder de lo Alto que regeneró y transformó su vida. Dígalo con un rostro sonriente, con
entusiasmo, y levantando tanto la voz que puedan escucharlo claramente los asistentes de la última fila.

2.° Evite el tono de rutina. El hecho de haber dado su testimonio muchas veces puede llevarle a la fea costumbre de decir las mismas palabras rápidamente, y en un tono de rutina. Vale más no decir nada, que dar un testimonio de semejante modo. Aprenda su testimonio de memoria, si no tiene facilidad de palabra y teme perturbarse; pero dígalo con entusiasmo, mostrando todo su interés en impresionar a los oyentes. Dígalo como si fuera la primera vez que da testimonio en público. En realidad, puede ser la primera vez para muchos oyentes.

3.° Dígalo con plena convicción, para beneficio de las almas. Expréselo como si estuviera contando la historia, no a un auditorio, sino a un solo oyente por cuya salvación usted hubiese orado muchas veces. Un pastor de Inglaterra se lamentaba a un actor de fama de la poca asistencia a los cultos de su iglesia, diciéndole: «¿Cómo es que predicando yo la verdad de Dios, tan pocas personas tienen interés en escucharla, mientras que tantos acuden al teatro a escuchar historias falsas, inventadas por autores humanos?».
A lo que el cómico respondió: «Es que usted explica la verdad como si fuese mentira y yo presento la mentira como si fuera verdad».

4.° Suprima detalles ociosos. Hay personas que, al contar cualquier suceso o experiencia, entran en detalles que nada tienen que ver con el asunto, y cansan a quien les escucha; pues retardan la exposición de los hechos que realmente tienen interés, así como la conclusión, que todos esperan. Muchos profesionales ocupados: abogados, notarios, médicos, etc., se ven obligados a decir a sus clientes: «Al grano, señor, al grano»; y los jueces muchas veces tienen que ordenar a los testigos que abrevien sus explicaciones, contando únicamente aquellos detalles que tienen que ver de un modo directo con el caso. Lo propio ocurre con muchas personas que toman la palabra en sesiones democráticas.

Su nivel de cultura puede medirse, generalmente, por su forma de hablar: Los más simples suelen ser pródigos en detalles innecesarios, que a veces obligan al pre-sidente a llamarlos al orden, mientras que las personas cultas son hábiles para decir las cosas necesarias en palabras mejor escogidas y exactas. Es decir, saben reflejar su pensamiento con mayor precisión y brevedad.

Al dar testimonio de su experiencia de conversión tenga en cuenta que muchos estarán midiendo su grado de inteligencia por la cantidad de palabras que usted emplea, aunque por cortesía se mantengan callados. Dé solamente los detalles indispensables para que sea claro y cohesivo su mensaje. Los hechos concretos –y el ejemplo– son siempre de mayor valor que las largas peroraciones de carácter exhortativo. Deje esta tarea al pastor o al presidente, y usted limítese a contar la experiencia de su conversión de un modo claro y concreto.

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