¿Cómo está el amor en su vida?

Filipenses 1:9-11

En los primeros versículos de Filipenses, Pablo expresa su confianza en que el Dios que “comenzó en vosotros la buena obra la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (1:6). A diferencia de las otras iglesias de Pablo, los filipenses no constituyen un problema para él; ellos son sus colaboradores (1:5; 4:15). No son su campo de acción, sino su fuerza. No son pecadores sin esperanza, sino santos maduros (1:1; 3:15); ellos pertenecen completamente a Dios. De hecho, si estos cristianos macedonios tenían algún problema, quizá haya sido la tendencia de algunos a pensar que, debido a su capacidad espiritual, habían llegado ya al nivel más alto. Pablo, al menos, cree importante recalcar su propia necesidad de progresar: “Quiero conocer a Cristo plenamente y llegar a ser completamente como él...Aún no lo he logrado, ni he alcanzado la meta; pero prosigo para que sea mía, porque Cristo me hizo suyo” (3:10, 12, paráfrasis del autor). El apóstol escribe acerca de su decisión de poner de lado sus éxitos personales, para dedicarse sólo a alcanzar una meta: “El supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (3:4b-14), y pide a los filipenses que hagan lo mismo (v. 15).

La oración de Pablo en 1:9-11 no es por inconversos; no es por aquellos que caen en la vida cristiana; no es por creyentes que se ale­jan de Dios, sino por cristianos maduros, ejemplares, a quienes es necesario recordarles que, no importa cuánto hayan progresado en su caminar cristiano, aún no han llegado a la meta. Ya experimentaron la salvación y la santificación, pero la resurrección aún está por delante, y su salvación final depende de la continua fidelidad a Cristo hasta el fin (véase 3:11).

Por lo tanto, Pablo ora por los filipenses: “Que vuestro amor abunde aún más y más en conocimiento y en toda comprensión, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprochables para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (1:9-11).

Si usted profesa ser cristiano —si Dios por su Espíritu le ha hecho una nueva criatura en Cristo Jesús— y si goza de la experiencia de la entera santificación, entonces la oración de Pablo es por usted. Si es así, me gustaría hacerle una pregunta muy personal: “¿Cómo está el amor en su vida?”

No, no hablo de lo que algunos están pensando. Esa no es la clase de amor por la que oró Pablo. Pero, ya que capté su atención, quisiera que por unos minutos considere conmigo la oración de Pablo respecto al amor de los filipenses: El ora para que el amor de ellos (1) se de­sarrolle, (2) discierna y (3) se demuestre.

UN AMOR QUE SE DESARROLLE

Pablo no cree necesario definir aquí lo que quiere decir con la palabra “amor”. El significado se mostrará en breve. En el capítulo 2, él exhorta a los filipenses para que adopten el ejemplo de amor que demostró Cristo, quien, aunque tenía la forma de Dios, se despojó a sí mismo, asumió forma humana y fue obediente, aun al punto de morir en la cruz. Sin embargo, los filipenses habían escuchado predicar a Pablo, y aun antes de esta descripción, seguramente sabían lo central que era el amor en su evangelio.

De hecho, es sorprendente cuán poca enseñanza moral nueva se encuentra en las cartas de Pablo. Hay paralelos claros entre lo que él dice y la enseñanza de los rabinos judíos y de los filósofos estoicos contemporáneos, excepto el énfasis que hace Pablo en el amor. El lugar central del amor en el pensamiento de Pablo es obvio en todas sus cartas.

En Gálatas, por ejemplo, afirma que la fe cristiana se expresa por medio del amor (5:6); que toda la ley se cumple en una palabra: amor (v. 14); que el fruto del Espíritu es, ante todo, el amor (v. 22).

O, considere la oración de Pablo por su otra iglesia macedonia, los tesalonicenses. Esta oración se asemeja en muchas maneras a la oración por los filipenses. En 1 Tesalonicenses Pablo ora: “Que el Señor los haga crecer y abundar en amor el uno para con el otro y para con todos...para que él fortalezca vuestros corazones en santidad y así sean irreprochables delante de nuestro Dios y Padre, en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos” (3:12-13, paráfrasis del autor). Después, Pablo añade: “Nadie tiene que escribirles acerca del amor; porque Dios mismo les ha enseñado a amarse unos a otros; y verdaderamente ustedes aman a todos sus hermanos creyentes en toda Macedonia. Pero les rogamos, hermanos, que lo hagan más y más” (4:9-10, paráfrasis del autor).

En Colosenses, dirigiéndose a cristianos que nunca había conoci­do personalmente (véase 1:3-9), Pablo les escribe: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia. Soportaos unos a otros y perdonaos unos a otros, si alguno tiene queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Sobre todo, vestíos de amor, que es el vínculo per­fecto” (3:12-14).

Si el tiempo lo permitiera, podríamos considerar extensamente el himno de alabanza al amor cristiano que Pablo escribió en 1 Corintios 13. En él, la prosa de Pablo se eleva con las águilas al escribir a una iglesia en la que la mayoría parecía incapaz de elevarse a alturas espirituales. En respuesta a la arrogancia de los corintios, Pablo declara: Sin amor, ningún don espiritual, ningún acto heroico, ni ninguna otra cosa tiene importancia. Sólo el amor perdurable hace la vida soportable. En vez de aceptar por fe, algún día veremos todo claramente. Entonces nuestra esperanza será realidad. Pero el amor durará para siempre. Por lo tanto: “Seguid el amor” (14:1).

Volvamos ahora a la oración de Pablo por los filipenses. El pide, en primer lugar, que su amor se desarrolle. Sus palabras no dan a entender que el amor de los filipenses fuera deficiente. Claramente indica que ellos ya aman. No ora para que empiecen a amar, sino para que su amor continúe creciendo aún más y más, hasta que sobrepase toda medida. Pablo no dice todavía a quién o qué tienen que amar. No especifica que deben amarlo más a él, o amarse más los unos a los otros, o amar más a Dios. Simplemente ora para que el amor de ellos se desarrolle.

UN AMOR QUE DISCIERNA

Debemos notar que al orar por un amor que se desarrolle, Pablo no pide que el amor de los filipenses aumente en cantidad, sino que mejore en calidad. “Y esto pido en oración: que vuestro amor abunde aún más y más en conocimiento y en toda comprensión, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprochables para el día de Cristo” (1:9-10). Lo que Pablo espera no es mayor intensidad en su amor; no ora para que tengan más fervor emocional o religioso al amar. Lo que él desea no es un amor más intenso, sino más inteligente. Ora para que su amor se desarrolle de tal modo que se caracterice por un discernimiento cristiano y una discriminación saludable.

En nuestra preocupación por ser políticamente correctos, necesitamos recordar que no toda discriminación es mala. Una cosa es “dar trato de inferioridad a una persona o colectividad” basados en prejuicios, no en las personas. Pablo declara que la venida de Cristo invalidó las distinciones basadas en diferencias étnicas, de sexo, o de clase social. Discriminar en este sentido negativo es enteramente ajeno al amor cristiano. Sin embargo, es esencial que el cristiano aprenda a discriminar en el sentido positivo, reconociendo las diferencias que son importantes: entre la verdad y el error, entre la justicia y la injusticia, entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo bueno y lo malo, y entre lo mejor y lo excelente.

La preocupación de Pablo no es simplemente que los filipenses amen, sino cómo y qué deben amar. Pablo utiliza la misma palabra para “amor” cuando exhorta: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Romanos 13:9; Gálatas 5:14), y cuando expresa con tristeza: “Demas me ha desamparado, amando este mundo” (2 Timoteo 4:10). El amor equivocado, no importa cuán intenso sea, no es una virtud.

El amor cristiano maduro es sensible respecto a lo ético y discierne espiritualmente.

Es Sensible Respecto a lo Ético

En la preocupación de Pablo por el amor que discierne, él ora pri­mero para que el amor de los filipenses crezca en “conocimiento”. Pablo constantemente utiliza esta palabra para referirse, no al conocimiento intelectual, sino a la sensibilidad ética. Al hablar de este conocimiento, él quiere decir que ellos cada vez deben estar más familiarizados con la voluntad de Dios: deben saber qué quiere El de ellos y por qué, y deben comprender que la voluntad de Dios para ellos es buena, agradable y perfecta (Romanos 12:2). No habla de la obediencia irracional a una lista de reglas impuestas externamente y que no tienen ningún sentido. Dios quiere que lleguemos a ser cristianos maduros, motivados internamente a hacer lo que es correcto, sin importar las consecuencias, sin importar quién esté mirando. Esta es la prueba de nuestro carácter cristiano.

Sin importar las consecuencias. Pablo les recuerda a los filipenses que Dios les ha dado, “a causa de Cristo, no solo que creáis en él, sino también que padezcáis por él” (1:29). ¿Son los filipenses los únicos cristianos que necesitan aprender que practicar el amor de Dios puede involucrar una cruz? Hoy, como en los días de Pablo, hay quienes profesan ser cristianos, pero cuya ansia de comodidad y seguridad los hace conducirse como “enemigos de la cruz de Cristo” (3:18). Como Pablo les recuerda a los filipenses: “El fin de ellos será la perdición. Su dios es el vientre, su gloria es aquello que debería avergonzarlos, y solo piensan en lo terrenal” (v. 19).

Sin importar quién esté mirando. ¿Son los filipenses los únicos cristianos que necesitan aprender que la obediencia no se limita a los momentos cuando los apóstoles están presentes (2:12)? Es durante la ausencia de Pablo que él los exhorta a permitir que su salvación se exprese en forma visible y reverente. Esto no es autosalvación, pues “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (2:12-13).

Carácter cristiano. La sensibilidad ética comienza sólo cuando Dios transforma y renueva nuestras mentes al rendimos completamente en sacrificio a El (Romanos 12:1-2). “Las inclinaciones indispensables que motivan toda acción humana” son la integración de la razón y la emoción que forma lo que llamamos “carácter” —respuestas en la vida que reflejan “disposiciones habituales”.2

El carácter cristiano surge de la convicción de que Dios nos ama sin reserva e incondicionalmente. Juan Wesley escribió: “Del verdadero amor a Dios y [la humanidad] fluye directamente toda gracia cristiana, toda [actitud] santa y feliz; y de estas brota una santidad uniforme” en todas nuestras relaciones humanas. Las acciones santas fluyen de actitudes santas cultivadas “con disciplina práctica”. El amor inteligente no es más mágico ni automático que la habilidad para tocar un concierto de Bach. La entera santificación nos da la “capacidad para expresar (o negarnos a expresar) nuestros deseos e inclinaciones.” Tal vez sepamos qué debemos amar, pero eso no nos ayuda si no escogemos hacerlo.

El amor cristiano inteligente es asunto de la cabeza antes que pueda ser asunto del corazón. No es un sentimiento cálido e inexplicable, sino el deseo de hacer la voluntad de Dios sobre cualquier otra cosa. Es la decisión intelectual de seguir el bien y rechazar el mal que afecta a otro. En Romanos, Pablo escribe: “El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo y seguid lo bueno. Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros” (12;9-10).

Discierne Espiritualmente

El amor que discierne —por el que Pablo ora— se caracteriza, primero, por el “conocimiento” en el sentido de sensibilidad ética. Segundo, se caracteriza por tener “toda comprensión” (1:9; profundidad de percepción”, NVI), o “toda clase de comprensión espiritual” (paráfrasis del autor). Pablo ora para que los filipenses sepan no sólo qué deben amar, sino cómo poner en acción ese “conocimiento” en las situaciones de la vida real. No ora simplemente para que lleguen a ser expertos en la teoría de la ética: conocer que “esto es bueno” y “aquello es malo”. El discernimiento requiere la experiencia moral que pone en práctica la teoría. No basta que deseemos hacer lo correcto, o que sepamos qué es correcto y qué es incorrecto.

Necesitamos desarrollar el “sentido espiritual”, para saber cómo apli­car juicios morales al hacer decisiones verdaderamente cristianas.5 Esto es lo difícil: saber cómo expresar mejor el amor cristiano.

Por lo tanto, Pablo ora para que el amor de los filipenses discier­na cada vez más, de modo que ellos aprueben “lo mejor” (v. 10), o, como lo expresa otra traducción, para que aprueben “las cosas que realmente son importantes”, lo que posee valor inherente. El ora para que las decisiones éticas de ellos no broten de una obediencia ciega, sino que surjan naturalmente de su carácter cristiano transformado y de su lealtad a los valores éticos cristianos. No se necesita un curso de lógica para saber que, si hay cosas que son importantes, hay otras que no lo son. Para esto no hay que pensar mucho. El problema es discernir cuál es cuál.

Pablo sabe bien que los valores cristianos a menudo son diametralmente opuestos a los valores del mundo. El escribe en 2:15 que los filipenses viven en medio de “una generación maligna y perversa”. Nosotros también. Aun los no cristianos reconocen el pecado flagrante cuando lo ven. Como Pablo le dice a los gálatas: “Las obras de la naturaleza pecaminosa son evidentes” (5:19, NVI).

Sin embargo, a veces la iglesia y el mundo comparten valores comunes. Pablo les pide a los filipenses: “Todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (4:8). Pero esta no es una lista de valores exclusivamente cristianos. De hecho, parece representar las mejores virtudes que propugnaban los filósofos morales paganos del tiempo de Pablo. El apóstol parece indicar que había “mucho en los puntos de vista paganos que los cristianos podían y debían valorar y retener”. La ética cristiana no puede definirse de manera simple como la antítesis de los valores mundanos.

Los cristianos debemos resistir la tentación del extremismo. Es muy fácil mezclarnos con nuestra cultura como camaleones, o mantenernos alejados, sintiéndonos ofendidos por todo. La esperanza de Pablo para los filipenses era que no adoptaran ninguno de esos extremos.

De la misma manera debemos resistir la tentación del negativismo. En nuestra preocupación de ser rectos y hacer lo correcto, tal vez caigamos en murmuraciones y discusiones (Filipenses 2:14). Por el contrario, Pablo insta a los filipenses a vivir “irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como lumbreras en el mundo, asidos de la palabra de vida” (vv. 15-16).

Al escoger siempre lo que realmente es importante en un mundo con valores distorsionados, es inevitable que enfrentemos conflicto y sufrimiento, ya sea físico o sicológico. Los cristianos no tenemos que buscar el sufrimiento como los masoquistas. Pablo no nos llama a actuar en forma tan extraña que lleguemos a merecer la persecución. Por el contrario, nos insta a vivir de tal manera que ganemos “el respeto de los de afuera” (1 Tesalonicenses 4:12, NVI). No obstante, al procurar tal respeto, a veces nos preocupa más lo que piensan las personas que lo que piensa Dios. ¿Quién dijo que sería fácil vivir como cristianos?

UN AMOR QUE SE DEMUESTRE

Pablo ora para que los filipenses aprueben lo que realmente importa. La palabra “aprobar” tiene un sentido doble. Significa aprobar y probar: descubrir lo que realmente es importante y “simplemente hacerlo”. Por lo tanto, Pablo pide que el amor de los filipenses no sólo se desarrolle y discierna, sino que se demuestre. Nuestro carácter interno se prueba por medio de la conducta externa. El amor no puede permanecer simplemente como un elevado ideal. De la cabeza debe moverse al corazón y luego a las manos. “Y esto pido en oración: que vuestro amor abunde aún más y más en conocimiento y en toda comprensión, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprochables para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (1:9-11).

La oración de Pablo se concentra en dos clases específicas de fruto que Cristo produciría en las vidas de los filipenses: para que fueran “sinceros” e “irreprochables”. Ser “sinceros” indica que sus vidas debían caracterizarse por honestidad, franqueza, veracidad, pureza e integridad. De hecho, la palabra “sinceros” aquí proviene de una palabra compuesta que significa “probado al sol”. Los ideales sublimes deben salir de los confines amistosos de los santuarios y los claustros del mundo académico, y exponerse al escrutinio de la vida pública. Ser “irreprochables” indica que los filipenses no debían caer en su andar cristiano, ni debían causar tropiezo a otro con su conducta. Pablo ora para que, lo que amamos y cómo amamos, nos haga santos e incapaces de hacer daño a otros.

Como dice en otro lugar en la Escritura, “el fruto de justicia” es “una conducta agradable a Dios”. Mostrar amor cristiano viviendo éticamente significa confirmar, visible y corporalmente, que pertenecemos a Dios. Esta demostración no es simplemente una actuación. Es una expresión auténtica de lo que somos como cristianos. Pablo ora para que la vida de los filipenses pueda producir una cosecha de “justicia”. Restaurar nuestra relación con Dios —justicia— no es el destino de la vida cristiana. Es sólo la entrada. La justicia debe tener frutos, consecuencias. Es posible perder nuestra salvación al no per­mitir que Cristo produzca el fruto de justicia en nuestra vida. Su fruto no es una obra que podamos ofrecer para merecer nuestra salvación. La justicia comienza y termina como un don de Jesucristo. Es completamente obra de El. Sin embargo, debemos darle permiso para que produzca su fruto en nuestra vida y cultive la cosecha que El produce.

La justicia comienza con una relación correcta con Dios. Al crecer en esta nueva relación, recibimos poder para vivir en relación correcta con nuestro prójimo. La justificación se demuestra haciendo justicia. La justicia no sólo implica piedad personal, sino también responsabilidad social. No es suficiente no hacer daño o no hacer el mal. Los cristianos hacen el bien.

La demostración de amor por la que Pablo ora no se asemeja en nada al mensaje de la supuesta calcomanía cristiana que dice: “Si ama a Jesús, toque la bocina”. Si usted ama a Jesús, haga justicia, ame la misericordia, camine humildemente con Dios (Miqueas 6:8). ¡Cualquiera puede tocar la bocina! ¡Lo importante es que demuestre que ama a Dios!

Finalmente, Pablo dice que esta demostración de amor tiene como objeto dar gloria y alabanza a Dios. Jesús dijo: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16). El bien que el cristiano hace no es publicidad personal sino, en el verdadero sentido de la palabra, adoración: señala el valor supremo de Dios.

Cuando nos reunimos para cantar alabanzas a Dios, para orar jun­tos, para compartir nuestra fe en Cristo, para escuchar la predicación de la Palabra de Dios —esto no es todo lo que constituye la adoración; es sólo la preparación para la verdadera adoración. La verdadera adoración se manifiesta en la vida diaria. O toda la vida cristiana es adoración, y nuestras reuniones de adoración pública formal nos equipan e instruyen para esto, o estas reuniones son absurdas, vacías y un insulto a Dios (véase Amós 5:21-24). La verdadera adoración cristiana consiste en ofrecer nuestra existencia corporal en la esfera del mundo, como sacrificios vivos a Dios, y en servicio a los valores que realmente importan.

Esta es mi oración por usted:

Que su amor crezca más y más. Que su amor reciba sensibilidad ética y discernimiento espiritual. Que pueda conocer la diferencia entre el bien y el mal, y que siempre escoja lo mejor. Que sea puro y que su conducta no cause que otros hagan mal. Que se encuentre siempre listo para el regreso de Cristo. Que haga todo el bien que pueda, a todos los que pueda, por todo el tiempo que pueda, porque, por la gracia de Dios, usted puede hacerlo. Viva de tal manera que glorifique y alabe a Dios (Filipenses 1:9-11, paráfrasis del autor).

Al principio le hice una pregunta personal acerca del amor en su vida. Permítame hacerle ahora una pregunta aún más personal: Si la oración de Pablo fuera contestada en usted, ¿en qué sería diferente su vida?
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¿Es la Santidad Contagiosa?

Marcos 6:53—7:8, 14-23; 8:34-3 8

INTRODUCCIÓN

El refrán dice: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. La evidencia es incontestable. Las personas adquieren las características de aquellos con quienes se asocian a menudo. Los casados —según se dice— después de un tiempo comienzan a asemejarse el uno al otro. La forma en que hablamos, las expresiones, la jerga —aun nuestras palabras nos delatan. Recuerde que el dialecto galileo común de Pedro lo delató durante el juicio de Jesús (Mateo 26:73).

No puede negarse el poder de la influencia. Los padres nunca animarían a sus hijos a cultivar una amistad estrecha con muchachos malos. Por el contrario, los padres se deleitan cuando sus hijos se llevan bien con los hijos de otras familias de la iglesia. Ninguno de nosotros permitiría que nuestros hijos adolescentes asistieran a una fiesta si sabemos que habrá alcohol y drogas. La presencia de adultos responsables es esencial aun en las actividades de jóvenes que organiza la iglesia.

No podemos negar el poder de la influencia. Sin embargo, la influencia es una calle de dos vías. Las personas malas pueden influir en las buenas para que hagan el mal. Pero, las personas buenas también pueden influir en las malas para que hagan el bien. La pregunta es: ¿Cuál tiene más poder? ¿El jabón o la suciedad? ¿El bien o el mal? ¿La santidad o la impureza?

La mayoría de las personas de la antigüedad daban por sentado que el mundo estaba divido en tres esferas. En un extremo estaba la esfera de lo santo, habitado por Dios y las personas y cosas consagradas a El; en el otro, estaba la esfera de lo impuro. En medio estaba la esfera común de la vida diaria. Tanto lo sagrado como lo impuro poseían una “fuerza misteriosa y atemorizante” inherente. Estas dos fuerzas trasfor­maban todo lo que entraba en contacto con ellas. Lo impuro y lo santo eran considerados intocables. Aquellos que los tocaban, llegaban a ser intocables también. Por ejemplo, las leyes del Antiguo Testamento prohibían tocar cosas impuras como los cadáveres, y cosas sagradas como el arca del pacto (véase Levítico 11—16; Números 6; 19; 31).

Tales reglas le recordaban a Israel la santidad trascendente de su Dios y la santidad que debía preservar como su pueblo escogido. También aseguraban que Israel permaneciera separada de las naciones paganas que la rodeaban. Después del exilio babilónico, la preocupación por la piedad basada en el ritual, y el desarrollo de regulaciones poco prácticas, hicieron que la mayoría de los judíos perdieran la esperanza en que fuera posible la santidad personal. Dieron por sentado que la impureza era contagiosa. Afirmaban que aun el contacto físico casual con una persona “impura” los hacía impuros.

OTROS PUNTOS DE VISTA ACERCA DE LA SANTIDAD

Diferentes grupos de judíos del primer siglo actuaban en formas distintas ante tal situación. Debo advertir que, al describir estos grupos, haré sólo una generalización amplia e inevitablemente simplista.

1. Los saduceos daban por sentado que las realidades políticas y sociales demandaban que ellos transigieran frente a los que ocupaban el poder, a fin de mantener una coexistencia pacífica. Debido a que representaban la élite de la sociedad judía, tenían mucho que perder si no lograban disminuir la tensión. Quizá decían: “Es mejor ser romano que estar arruinado”. Escogieron seguir el camino de la secularización en vez de la santificación. Relegaron la santidad a los días de fiesta religiosa, en los lugares santos, cuando cumplían su oficio santo. Sin embargo, en los demás días y en los demás lugares, los saduceos pensaban que podían seguir una vida normal: Dejar de lado sus mandamientos y costumbres; ponerse al nivel de los romanos, en su propio terreno y bajo sus términos.

2. En el extremo opuesto estaban los esenios, la secta judía que, según se cree, produjo y preservó los Rollos del mar Muerto. Ellos alegaban que el mal era tan poderoso y que los malos eran tan numerosos que debían evitar aun la interacción social normal con ellos. La vida diaria en el seno de la sociedad inevitablemente implicaba el riesgo de la contaminación fatal del pecado. Por lo tanto, los esenios se fueron a vivir en remotas comunidades monásticas, en el desierto, a muchos kilómetros de toda forma de pecado. El trabajo arduo, la disciplina rígida, el estudio constante de las Escrituras, las oraciones frecuentes y los repetidos baños rituales les permitieron evitar que el mundo contaminara su santidad, obtenida con tanto esfuerzo. Tomaron en forma muy literal la ley de Moisés para organizar la vida diaria en sus comunidades. Considere un ejemplo. Los esenios de la comunidad de Qumrán ordenaban apegarse estrictamente a Deuteronomio 23:12-14. Para cumplir el mandato bíblico, todos los miembros de la comunidad recibían un azadón para que prepararan lugares adecuados para hacer sus necesidades. Para los esenios, la santidad requería aislarse del mundo, es decir, relegaban la santidad a una vida al margen de la sociedad común. La santidad significaba aislamiento, y no la santificación de toda la vida.

3. En contraste con aquellos que consideraban el escape y la separación como las únicas soluciones, los zelotes tomaron la vía de la oposición activa, a menudo violenta, ante el mal en el mundo. Los principales enemigos de la santidad, en su opinión, eran los romanos. Por lo tanto, los zelotes rehusaban pagar impuestos, pues hacerlo hubiera significado ser cómplices de los paganos invasores y reconocer que Israel era esclavo de Roma. Hubiera sido una traición ines­crupulosa al único y verdadero Dios. Convertir la santidad en asunto político les permitió justificar aun medios violentos para alcanzar fines justos, pues daban por sentado que la verdadera santidad no podía existir en un mundo caído y dominado por hombres malos.

4. A pesar de la imagen moderna de los fariseos como legalistas pedantes, los esenios los consideraban demasiado liberales. Y, de acuerdo a los zelotes, los fariseos transigían con demasiada facilidad. Estos, sin embargo, creían que eran simplemente personas realistas en medio de un mundo extremista. A diferencia de los esenios, ellos reconocían la necesidad de adaptar las reglas del Antiguo Testamento al mundo moderno del primer siglo. No era suficiente repetir leyes inflexibles que se dieron para mantener la salud de un pueblo que vagaba por el desierto. Los fariseos no se oponían a tener retretes sanitarios, adecuados para los que vivían en una ciudad. Asimismo, para consternación de los zelotes, como una concesión necesaria ante las realidades existentes, los fariseos pagaban impuestos. A regañadientes. ¿Quién no lo hace? A diferencia de los saduceos, no eran amigos de Roma. Ellos añoraban el día cuando Israel gozara otra vez de autonomía. Pero, a diferencia de los zelotes, los fariseos no estaban dispuestos a emprender la lucha. Ellos esperaban la llegada del reino de Dios, cuando El destruiría a sus enemigos y vindicaría a su pueblo fiel.

En su afán por resguardar la santidad, los fariseos asumieron la responsabilidad de hacer más de lo que la ley requería y menos de lo que permitía. Aunque eran laicos, voluntariamente adoptaron las leyes sobre la pureza que eran sólo para los sacerdotes que ministraban en el templo. No sólo el pan sin levadura que comían los sacerdotes en el templo debía considerarse santo delante de Dios, sino todas las comidas. Los fariseos intentaron extender los límites del sacerdocio santo para incluir a toda la gente. Aumentaron las regulaciones que resguardaban el carácter sagrado del santo templo e inclu­yeron todos los lugares (véase Éxodo 19:5-6; 1 Pedro 2:9-10).

Los fariseos dieron por sentado, como lo hicieron la mayoría de los contemporáneos de Jesús, que la impureza era contagiosa y una amenaza para la santidad. Ellos sabían que no podían cumplir perfectamente todas sus reglas. Por lo tanto, desarrollaron y aumentaron lo que el Antiguo Testamento enseñaba sobre los medios para purificarse, aun después del contacto inadvertido con lo impuro (véase Levítico 15). Para esto, la regla normalmente era seguir un procedimiento ritual establecido para lavarse las manos: dos veces, con cantidades específicas de agua y ciertas posiciones de las manos. La mayoría de los fariseos vivían cerca de Jerusalén, de manera que podían ofrecer los diferentes sacrificios para expiar por su contaminación y restablecer su santidad manchada.

Los fariseos estaban expuestos a la contaminación de la vida en el mundo y a los inevitables contactos con la maldad que allí enfrentaban. Su llamado legalismo tenía el propósito de preservar su frágil santidad en ese ambiente hostil. Con sus 613 reglas generales y especiales, los fariseos intentaron “construir una cerca alrededor de la ley”. Al observar esas directrices prácticas y específicas para la vida santa, una persona podía evitar aun la apariencia de mal. Por medio de su cerca protectora, los fariseos evitaban aun hechos que no eran malos, pero que podían guiar a acciones pecaminosas. Por ejemplo, establecieron una lista de 39 actividades que no se podían realizar el día de reposo. Entre estas, se prohibía a la mujer mirarse en el espejo el día sábado; puesto que la mujer es vanidosa, se evitaba la posibili­dad de que al ver una cana, fuera tentada a “arrancarla”, violando así el mandamiento que prohibía trabajar en el día de reposo.

Describir a todos los fariseos como legalistas e hipócritas es infundado e injusto. Su preocupación por construir una cerca alrededor de la ley fue una expresión honesta de su compromiso para cum­plir, en el mundo, los términos del pacto de Israel con Dios. Ellos no pensaban que cumplir la ley los salvaría. Sabían que su relación con Dios estaba fundamentada sólo en la gracia divina. Sin embargo, tomaron seriamente la obediencia a este Dios que les manifestaba su gracia. El acercamiento de los fariseos a la santidad podría llamarse la senda a la privatización y ritualización. Y, dondequiera que se relega la santidad a la esfera de la piedad privada y al ritual, el legalismo encuentra terreno fértil.

La ética de los fariseos, de construir una cerca, tiene una analogía moderna: los conductores cautelosos que colocan su control de velocidad de crucero a 70 kilómetros por hora aunque la velocidad límite sea de 80. Ellos actúan con precaución para evitar el riesgo de exceder la velocidad límite.

Tal vez una mejor analogía se encuentre en la explicación de por qué las iglesias tradicionales del movimiento de santidad se oponen al baile social. No es que los movimientos rítmicos del cuerpo sean malos, sino que podrían conducir a relaciones sexuales ilícitas. El baile, como alguien ha dicho, es “una expresión vertical de una idea horizontal”.

Muchos cristianos en cierta época rehusaban ser clientes de res­taurantes o almacenes que vendieran bebidas alcohólicas, aun cuando ellos no tenían intención de comprar licor. Otros boicoteaban todos los cines, sin importar la película que estuvieran presentando, para no seguir la resbalosa pendiente que podría llevarlos de Bambi a la pornografía. Otros nos dicen que no compremos ciertos productos porque hay rumores infundados de que el fabricante apoya el satanismo.

Permítame dirigir unas palabras a aquellos que piensan que estas son trivialidades. Tenemos que admitir que nuestros predecesores en el movimiento de santidad, al rechazar cosas tales como joyas, cosméticos y medias sin costura para mujeres, “se aferraron a distinciones que eran triviales”. Sin embargo, como afirmó Elton Trueblood: “El error de tales acciones no es estar dispuesto a ser una minoría consciente, sino más bien llegar a distinciones muy simples”.

En un tiempo cuando los no wesleyanos están redescubriendo el llamado de la Escritura a una vida ética, es prioritario que los wesleyanos contemporáneos, que navegan sin dirección en mares de indecisión moral, reconsideren las implicaciones prácticas de la dimensión de separación en la santidad. Claramente, nuestra época es menos “amiga de la gracia” (Watts) que la de nuestros predecesores. Aunque ellos hayan sido culpables de incluir cosas triviales en el llamado a la separación, no debemos caer en el error de abandonar ese llamado. En la actualidad, demasiadas personas del pueblo de santidad, avergonzadas de los legalismos del pasado, se entregan a la licencia extrema de la anarquía moderna. Si profesan aun creer en la santidad, no tienen idea alguna de la diferencia que podría causar en sus vidas.

Nuestros antecesores del movimiento de santidad no estaban totalmente errados. El llamado bíblico a la santidad involucra separación del mundo, piedad personal y obediencia radical a la voluntad de Dios. Y, antes que declaremos completamente inocentes a los fariseos, veamos las palabras de Jesús (en Mateo 23:23): “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello”. Antes que desechemos a la ligera el legalismo por cosas insignificantes que preocupó a los fariseos y a nuestros padres teológicos, debemos preguntarnos: ¿Estamos más comprometidos que los fariseos con lo que Jesús llamó “lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe”? ¿Estamos tan dispuestos como nuestros antecesores a ser una “minoría consciente”, pero por asuntos que realmente importan? Si ellos demandaban más de lo que Dios o las Escrituras requerían, ¿pensamos que podemos sobrevivir espiritualmente con menos?

Los fariseos trataron de vivir en el mundo sin que éste los contaminara. Esto, como recordará, es similar a lo que Jesús pidió al orar para que sus discípulos experimentaran la santificación (Juan 17:14-19). Sin embargo, el enfoque de Jesús fue muy diferente al de los fariseos. Su preocupación no era sólo que los cristianos fueran guardados de la maldad del mundo y protegidos del maligno. Su preocupación era que fueran “verdaderamente santificados” —para enviarlos al mundo así como El fue enviado al mundo— para que el mundo fuera guiado a creer por la influencia de sus vidas llenas de amor santo.

Aunque los fariseos constituían la más grande de las cuatro sectas judías principales, en realidad no eran numerosos. Se calcula que formaban sólo el uno o dos por ciento de la población de Palestina. Sin embargo, su influencia sobre las mentes de las masas era considerable. Sus puntos de vista eran acogidos ampliamente, aunque la vasta mayoría de los judíos del primer siglo no podían, o no querían, dedicar tiempo ni esfuerzo para observar las escrupulosas prácticas farisaicas. Como resultado, la mayoría de los judíos aceptaban la evaluación de los fariseos de que las masas eran personas pecadoras sin esperanza. Pocos judíos del primer siglo intentaban seriamente observar las reglas rabínicas para preservar y restaurar la santidad ritual. Los fariseos mencionados en nuestro texto las cumplían, pero al parecer sólo les preocupaba su propia salvación.

EL PODER DE LA SANTIDAD

Todo esto explica por qué Jesús enfrentó tanta oposición. El enseñó que la única impureza que podía contaminar a una persona era la impureza moral (Marcos 7:17-22). También dio por sentado que la santidad ética era contagiosa. Aunque El era el “Santo de Dios”, su santidad amenazó sólo el mal, no a las personas que eran víctimas desvalidas del mal.

Al negarse a practicar el acostumbrado lavamiento de las manos antes de comer, Jesús no estaba rechazando la higiene básica, sino la idea de que El pudiera haberse “contaminado” por el contacto casual con personas pecaminosas. Los milagros de sanidad que realizó el día de reposo parecen haber sido afrentas deliberadas a la susceptibilidad popular respecto a los días sagrados. Nada urgente obligó a Jesús a sanar a personas que habían sufrido su aflicción por muchos años (véase Lucas 13:10-17). ¿Hubiera afectado en algo esperar un día más? Pero Jesús dijo: “El sábado fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del sábado” (Marcos 2:27). Era apropiado hacer el bien y satisfacer las necesidades de las personas, aun en el día de reposo (véase Mateo 12:9-14). Lo que hace el día sagrado o mundano son las obras de la persona, y no el día de la semana.

Jesús se asoció libremente con personas pecaminosas e impuras. La mayoría de sus contemporáneos judíos creían que comer con otros era aceptarlos como amigos, aceptarlos como eran, excusar su pecado, transigir, y por lo tanto, contaminarse. Sin embargo, Jesús aceptó invitaciones a comer en las casas de pecadores conocidos, pasando por alto en forma patente la susceptibilidad judía. Se asoció con cobradores de impuestos, quienes por ganarse la vida, habían transigido a los valores de la Roma pagana, y por lo tanto, eran impuros.

Jesús desechó costumbres sociales que daban por sentado que la impureza era más poderosa que la santidad (véase Mateo 15:1-20). Los evangelios nos dicen que El tocó a leprosos, liberándolos de su impureza (véase Lucas 5:12-16; 17:11-19). A diferencia de la mayoría de los hombres judíos de su época, El aceptó a las mujeres —aun prostitutas y adúlteras— como seres humanos (7:36—8:3; Juan 8:1-11). Lejos de contaminarse, Jesús sintió que de El había salido “poder” cuando lo tocó una mujer que sufría de un trastorno menstrual crónico (Lucas 8:43-48; 6:17-19). El dedicó tiempo para bendecir a los niños, a quienes consideraban “sin importancia”, asombrando así aun a los discípulos (18:15-17). Jesús se arriesgó acercándose a aquellos que estaban poseídos por espíritus malos, y causó que los demonios huyeran al enfrentar su poderosa santidad (8:26-29). Jesús no titubeó en poner sus manos sobre los enfermos, a pesar de la idea común en su tiempo de que las personas se enfermaban por causa de su pecado. Al tocarlos, les dio sanidad y perdón (Marcos 2:1-12; 6:53-56; Juan 9:1-3). El tocó aun a los muertos y. al hacerlo, les dio vida (Lucas 7:11-17; 8:41-42, 49-56; Juan 11). Además, a los religiosos que estaban entre la multitud, Jesús los contrarió mencionando como héroes de sus parábolas a pecadores perdidos, cobradores de impuestos y aun samaritanos (Lucas 10:25-37; 15:1-2; 18:9-14), y al elogiar la fe y los hechos de gentiles y otros menospreciados por la sociedad, dando a entender que eran superiores a los judíos que confiaban en su propia justicia (7:1-10; 11:37-54; 19:1-10).

Aunque el punto de vista de Jesús acerca de la santidad era correcto, El arriesgó algo al ministrar a los impuros: su reputación. Los fariseos lo hubieran despreciado, como otro más de las masas impuras, si no hubiera sido por la gran reputación que tenía entre las multitudes como un maestro religioso con credibilidad: un hombre santo. Jesús no sólo se mostraba indiferente a las observancias que distinguían entre lo puro y lo impuro, entre lo santo y lo profano. El guiaba a otros a pensar y actuar de la misma manera.

No es de extrañar que, en el nombre de la religión, los enemigos de Jesús se propusieran eliminarlo por ser una seria amenaza a la perspectiva que ellos tenían de su mundo. Ellos justificaron su antagonismo hacia Jesús describiéndolo como glotón y borracho, amigo de cobradores de impuestos y pecadores (Lucas 7:34). Esta descripción fue más que una acusación de culpabilidad por asociación: “Dime con quién andas...”Fue una declaración de guerra. Identificaron a Jesús como alguien que merecía la muerte (véase Deuteronomio 21:18-23). El intento de Jesús de limpiar el templo eliminando objetos religiosos extraños, para dar lugar a los adoradores gentiles, parece haber sido la última gota que hizo rebosar el vaso con agua (véase Marcos 11:15-18; 14:53-59). De manera que fueron la ley y hombres “santos” que guardaban la ley, los que finalmente llevaron a Jesús a la muerte.

Después Jesús instó a sus seguidores a que llevaran las buenas nuevas a personas de todas las naciones (Mateo 28:18-20; Lucas 14:15-24; Hechos 1:8). El libro de Hechos muestra que los discípulos, influenciados por las tradiciones del exclusivismo judío, al principio se resistieron a realizar la misión a los gentiles. Ni siquiera el don del Cristo exaltado, el Espíritu Santo, venció inmediatamente los prejui­cios religiosos. No ocurrió de un día para otro, pero, con el paso del tiempo, entendieron e imitaron el concepto radical de Jesús acerca de la santidad contagiosa. Pedro requirió una visión triple para entender que los gentiles eran candidatos apropiados para recibir el poder purificador de Dios (Hechos 10). Otros cristianos judíos, aun los apóstoles, al principio lo reprendieron por haberse involucrado en algo tan arriesgado (11:1-18; 15). Sin embargo, ni siquiera Pedro pudo conciliar siempre lo que recién había aprendido y sus viejos amigos, tal como el apóstol Pablo tuvo que recordárselo en una confrontación pública (Gálatas 2:11-21).

Tal vez sea tiempo de explicar mi extraño uso de la palabra “contagiosa”. Al usar este término, no quiero decir que la santidad enferme a las personas o que podamos “contagiamos” de santidad sencillamente al pasar tiempo con una persona santa. Lo que estoy afirmando es que la santidad es más poderosa que el pecado; de hecho, tiene poder para derrotar al pecado en su propio terreno. Quiero decir que la santidad auténtica es al menos tan contagiosa como la risa, que la santidad es atractiva y cautivadora, y que transforma todo lo que toca.

La confianza en el poder contagioso de la santidad llevó al apóstol Pablo a instar a los cristianos cuyos cónyuges no fueran creyentes, a que no se divorciaran (1 Corintios 7:10-16). El estaba convencido de que el cónyuge creyente “santificaría” al incrédulo. Estaba convenci­do de que la santidad es más poderosa que la incredulidad, el pecdo, la idolatría y cualquier otro problema. El creyente puede llevar a su cónyuge y a sus hijos a la fe.

Pablo conocía el poder del “Espíritu santificador”. Pero también conocía el poder de la convicción. “Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es impuro en sí mismo; pero para el que piensa que algo es impuro, para él lo es” (Romanos 14:14).

EL PODER DE LA CONVICCIÓN

¿Estamos convencidos del poder purificador y contagioso de la santidad? Quizá muchos consideremos los tabúes rituales —tales como los que acostumbraban evitar los judíos del primer siglo— como un reflejo de supersticiones primitivas. Hoy, consideramos mental­mente enfermas a las personas que se preocupan por realizar purifi­caciones meticulosas después del contacto casual con pecadores.

Sin embargo, en muchas otras formas, nuestras prácticas a veces indican que apreciamos más el punto de vista de los oponentes de Jesús que el de Jesús, Pablo y la iglesia primitiva. ¿Estamos realmen­te convencidos de que Dios es más fuerte que Satanás? ¿Que el Santo es más fuerte que el maligno? ¿Que el bien es más fuerte que el mal? ¿Que lo correcto es más fuerte que el poder? ¿Que la gracia es mayor que nuestro pecado? ¿Que el Espíritu es más fuerte que la carne?

¿Creemos realmente que la santidad es contagiosa? ¿O estamos tan preocupados con nuestra preservación que no hacemos nada para ayudar a los necesitados? ¿Evitamos acercamos a las víctimas del SIDA porque nuestra supervivencia personal es más importante que servir a la semejanza de Cristo? ¿Es nuestra reputación religiosa más importante que la realidad? ¿Nos preocupa más cuán santos piensan algunos que somos, en vez de ser santos? ¿Fuimos purificados y recibimos poder para servir en el nombre de Jesús? Si es así, ¿estamos demostrando nuestra santificación por medio de un servicio desinteresado? ¿O estamos almacenando virtud para una contingencia futura?

Si Dios es la Fuente de la santidad auténtica, ¿acaso no estamos convencidos de que su provisión es inagotable? ¿Persuadiremos alguna vez a los incrédulos sobre la realidad y el poder purificador de Jesucristo si nos escondemos temerosos en algún lugar con un “grupito de santos”? ¿Cuándo saldremos y avanzaremos al frente de batalla, en donde se enfrentan las fuerzas del bien y del mal?

Pero, ¿cómo confrontamos un mundo impuro con la convicción de que la santidad es contagiosa? ¿Cómo confortamos con el optimismo de la gracia a los heridos? ¿Qué se necesita para persuadirnos de que en verdad un Dios santo puede transformar este planeta impío por medio de un pueblo santo?

CORAZONES TRANSFORMADOS

Sólo la transformación que se lleva a cabo de adentro hacia afuera, y que llamamos entera santificación, puede capacitar al pueblo de Dios para servirle y guiar al mundo para que sepa que El es Dios. Jesús cita las palabras de Isaías (29:13): “Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí, pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Marcos 7:6-7). Ezequiel enseñó algo similar: “Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis preceptos y los pongáis por obra” (36:26-27).

La tentación en que cayeron los fariseos es común entre las per­sonas religiosas. Es la de cumplir sólo las “leyes” que conducen a la adoración formal. Pero, la preocupación de Dios va más allá de las interrupciones en nuestra rutina diaria para adorar. Va más allá de la asistencia fiel a los cultos de la iglesia. La adoración involucra más que alabar con palabras o adorar sólo en el santuario.

La demanda de Dios para nosotros se extiende a las dimensiones de la vida supuestamente seculares y las sagradas. Dios ansía guiar todos los días de nuestra vida, no sólo los especiales. “O toda la vida cristiana es adoración, y las reuniones y actos sacramentales de la comunidad equipan e instruyen para esto, o dichas reuniones y actos resultan absurdas”. La verdadera adoración no consiste sólo en lo que se practica en los sitios sagrados, en tiempos sagrados y con actos sagrados, sino es también la ofrenda de nosotros mismos como sacrificios vivos en nuestra existencia diaria en el mundo (Romanos 12:1-2). Hablar de la adoración en este sentido bíblico amplio requiere que se tome en cuenta la ética personal y social, así como las discipli­nas espirituales privadas y comunitarias.

La verdadera adoración, como respuesta sincera del creyente a Dios, se lleva a cabo principalmente en el mundo, y en especial se realiza como servicio a nuestros hermanos y hermanas. Dios quiere una religión práctica y diaria: La religión que ayuda a los desvalidos y da fuerza a los indefensos (Santiago 1:27; Mateo 25:31-46); la religión que no sólo habla del amor, sino que lo pone en acción (Santiago 2:14-17; 1 Juan 3:17-18). El ritual nunca podrá remplazar el hacer lo correcto. Buscar a Dios no sustituye el procurar que haya justicia en las calles (Amós 5:21-24). La adoración y la oración no son medios para sobornar a Dios a fin de que nos dé seguridad o alivio emocional.

Las ofrendas sacrificiales, los cultos de adoración y las devociones privadas son significativas sólo en el contexto de vidas de completa obediencia (véase 2 Samuel 24:24; Jeremías 7:21-26; 14:12; Oseas 6:6; Miqueas 6:6-8). El problema de los fariseos en nuestro texto no fue simplemente que discutieron con Jesús acerca de la doctrina de la san­tidad. Fue la falta de confianza práctica en Dios y de obediencia a El. Fue utilizar la religión como un cheque en blanco para excusar lo malo que hacían. Jesús no se oponía a las reuniones religiosas públicas que los fariseos realizaban regularmente. Los evangelios muestran que El acostumbraba asistir a la sinagoga. Jesús no se oponía a la oración pri­vada que practicaban ni a su estudio de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, la adoración sin obediencia no tiene valor. ¿Hemos perdido en nuestras prácticas religiosas la realidad de la verdadera adoración? ¿Ofrecen nuestros labios alabanzas a Dios mientras que nuestras vidas marchan al ritmo del mundo? Nadie nos acusaría a nosotros de lega­lismo. Pero, ¿estamos satisfechos con la adoración vacía?

Isaías 58 tal vez sea el más fuerte ataque en la Biblia contra la adoración vacía. Es una respuesta a la queja del pueblo de Dios de que El no había recompensado en forma adecuada la febril actividad religiosa de ellos. Leamos la respuesta de Dios en los versículos 6-10:

[La adoración] que yo escogí, ¿no es más bien desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de opresión, dejar ir libres a los quebrantados y romper todo yugo? ¿No es que com­partas tu pan con el hambriento, que a los pobres errantes alber­gues en casa, que cuando veas al desnudo lo cubras y que no te escondas de tu hermano? Entonces nacerá tu luz como el alba y tu sanidad se dejará ver en seguida; tu justicia irá delante de ti y la gloria de Jehová será tu retaguardia. Entonces invocarás, y te oirá Jehová; clamarás, y dirá él: “¡Heme aquí! Si quitas de en medio de ti el yugo, el dedo amenazador y el hablar vanidad, si das tu pan al hambriento y sacias al alma afligida, en las tinieblas nacerá tu luz y tu oscuridad será como el mediodía”.

Entonces las naciones sabrán que Jehová es Dios. Entonces el mundo incrédulo verá “vuestras buenas obras y [glorificarán] a vuestro Padre que está en los cielos (Mateo 5:16). ¡Esa santidad, a la semejanza de Cristo, es contagiosa!

LA SANTIFICACIÓN EN UNA ERA SECULAR

Desafortunadamente, la mayoría nos hemos conformado con una santidad semejante a la de los saduceos, esenios, zelotes o fariseos, en vez de la santidad a la semejanza de Cristo. No vivimos en una comunidad en el desierto; por tanto, no hay peligro de que nos aislemos. No celebramos los sacramentos con frecuencia; por tanto, no estamos en peligro de caer victimas de la santidad “ritualista”. En ciertos ambientes se podría discutir el problema de la politización que equipararía la santidad con la política de los partidos conservadores de derecha. Sin embargo, quisiera tratar de la amenaza más seria que presentan dos problemas insidiosos: la secularización y la privatización.

La secularización funcional se ha infiltrado en muchas iglesias de santidad. Parece que nos afligiera la tendencia de dividir nuestras vidas en compartimientos organizados y herméticamente cerrados. Nuestra fe religiosa la ponemos en uno de ellos, mientras que el resto de nuestra vida la clasificamos en los otros compartimientos. La evidencia clara de esto es la rígida agenda moral que poseen muchos miembros de los grupos de santidad y los limitados recursos espirituales que tenemos para expandir nuestra agenda. Hemos definido la santidad casi exclusivamente en términos negativos: lo que no hacemos. Las únicas evidencias positivas de santidad que recalcamos tienen que ver con la piedad privada y personal: oración, devociones, asistencia a la iglesia y otras prácticas; y con nuestras actitudes internas secretas, las que generalmente vemos como un sentimiento indefinido, cálido e inexplicable que llamamos amor.

Hemos transigido ante la perspectiva no bíblica del mundo, de que hay áreas en las que Dios no tiene nada que ver, que hay esferas seculares y esferas sagradas en la vida. Jesús rechazó la idea de que algún área de la vida estuviera fuera de la soberanía de Dios. Sin embargo, hemos hecho de la santidad algo tan privado, que los cristianos hemos perdido influencia en las esferas política, económica y moral de la vida humana. Hemos relegado la santidad a nuestra vida privada e interna. Las intenciones sanas son más importantes que la vida santa.

No debemos descuidar los recursos espirituales de la piedad privada, pero tampoco debemos pensar que se puede acumular santidad como un banco de reserva de ganancias religiosas. La mayoría de nosotros vivimos cerca de otras personas, ya sea en la universidad, la familia, la iglesia, el trabajo, el vecindario. ¿Tiene alguna influencia nuestra fe en las dimensiones sociales de la vida? Juan Wesley declaró: “La frase ‘santos solitarios’ contradice la enseñanza del evangelio tanto como la contradice la frase ‘adúlteros santos’. El evangelio de Cristo sólo conoce la religión que es social, y sólo conoce la santidad que es social”. Los que profesamos santidad únicamente en base a lo que no hacemos, nos encontramos en el mismo nivel que los bancos de la iglesia. Pero, ¿qué estamos haciendo?

Vivir la santidad auténtica, en el mundo y para el mundo, es la expresión más apropiada de nuestra adoración a Dios, porque así damos testimonio al mundo acerca de la realidad de Dios. La santificación que opera dentro de las supuestas esferas sagradas no es completa. Muchos hemos creído que la palabra “entera”, en nuestra preciada doctrina de la entera santificación, implica que cuando la “recibimos”, Dios ha terminado su obra en nosotros. Luego podemos entrar tranquilamente al cielo. ¡Eso no es cierto!
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Orando en el Espíritu

“El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad” (Romanos 8:26). Todo aquél que puede hablar y pensar ligera­mente de sus flaquezas, sin sentir compunción por ello, es que ha caminado por muy poco en el camino de la santidad. ¿Qué entendemos por “flaquezas”? Aclaremos que no queremos significar caídas, desobediencias y derrotas por­que éstas son pecados. Nuestra flaqueza se hace más evidente precisamente cuando estamos haciendo lo mejor que podemos. Cuando estamos más activos en los mejores ejercicios espirituales, es cuando estamos más hondamente al tanto de nuestros puntos débiles. “Tenemos este tesoro en vasos de barro.” El apóstol, después de garantizarnos la ayuda del Espíritu, pasa adelante para darnos una ilustración mostrando que nuestra mayor debilidad se manifies­ta precisamente en lo que debiera ser nuestra mayor potencia espiritual, esto es, la oración. No es cuando la carne hace más presión sobre nosotros que somos más débiles, sino cuando estamos realizando la cosa más espiritual que podemos hacer. “Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos.”

Para muchos cristianos la dificultad radica simplemente en que no oran. “No tenéis lo que deseáis, porque no pedís” (Santiago 4:2). Me asombra ver a muchos cristianos, aún pastores y misioneros, que no llevan una vida profunda de oración. Por supuesto, en cierto sentido nunca estamos satisfechos plenamente con nuestra vida de oración. Pero en otro sentido, igualmente real, hay una vida de oración que satisface plenamente. Esto viene simplemente al hacerlo, o sea, al orar. Alguien ha dicho: “La oración es la cosa que menos hacemos y de la cual más hablamos”. Debo confesar con pena que pasé mucho tiempo antes de hallar una vida de oración que verdaderamente me produjera satisfacciones. Yo siempre había orado, y siempre, claro está, algún provecho había sacado de ello. Pero también había mucha irregularidad en mi vida de oración, y muchas veces me sentí completamente convicto de haber fallado. Por ejemplo, muchas veces me vi sentado en un comité, listos para juzgar a un hermano caído, hermano al cual yo había visto ir cayendo poco a poco, y yo nada había hecho para evitar su caída. No había orado por él. Esta comprobación me produjo profunda pena. Puedo ahora testificar humildemente la gran diferencia que hay, al hablar con un hermano que ha resbalado de la gracia de Dios, y poder decirle: “Hermano, en estos dos últimos años usted ha estado permanentemente en mis oraciones”. Esto, sólo esto, le da a uno cierta autoridad espiritual para hablar con el hermano caído, mejor que cualquier autorización humana o eclesiástica.

Durante muchos años permití que algunas ideas equivocadas me robaran las mejores bendiciones de la oración. El primer concepto erróneo fue pensar que no tenía que hacer de la oración una rutina, sino que la oración tenía que ser libre y espontánea. Por lo tanto, tenía que orar sólo cuando sintiera alguna carga de oración. El segundo concepto equivocado surgió de la lectura de libros sobre la oración, donde me decían que los grandes hombres de Dios oraban cuatro, cinco y hasta seis horas cada día. Yo pensaba entonces que si iba a orar con alguna probabilidad de recibir respuesta, tendría que orar ocho horas seguidas. Sin embargo, era la cosa más mortífera que se me podía haber ocurrido, esto es, ponerle tiempo a la oración. Innecesario es decir, no perseveré en esa disciplina. El tercer error consistió en el subterfugio práctico de convencerme a mí mismo que la oración es una buena cosa, pero antes de ponerme a orar tenía que limpiar primero mi escritorio de todo el trabajo acumulado. También es innecesario decir que esto nunca ocurrió.

Por fin vino la respuesta. Aprendí que la oración debe ser una disciplina antes de ser un gozo. Hay personas para quienes la oración es un deleite, y el más grande deleite de la vida. Pero para el 98 por ciento de nosotros esto no es así. Si vamos a orar sólo cuando sentimos deseos, nuestras oraciones van a ser espasmódicas. No, señores, la oración tiene que ser una disciplina. Debemos establecer una regularidad de tiempo, y quizá también de lugar, a fin de poder garantizar que vamos a orar. Afortunadamente esta disciplina nos lleva a cosas mejores y conforme la disciplina le cede el paso al gozo, la oración regular y definida nos trae resultados definidos y regulares. Esto nos alienta a tener más momentos de oración.

Respecto al elemento de tiempo, descubrí que la oración no debe ser medida por el reloj, sino más bien en términos de “no estar de prisa". Es decir, debemos buscar un momento del día en que estemos despreocupados de cualquier otro afán y en que no haya nada que hacer sino hablar con Dios y escuchar a Dios. Muchas de nuestras oraciones no son más que listas de pedidos amontonados. Cuán a menudo oímos orar, “Señor, bendice a tus siervos”.

Este modo de orar no es el característico de la hora quieta, cuando uno puede darse el lujo de orar detalladamente. Y también darse el lujo de escuchar quietamente la voz de Dios. Cuando estamos apurados tenemos la tendencia de decirlo todo. Esto es una verdadera impertinencia. Algunos que están orando tienen miedo de detener el torrente de palabras por temor a los pensamientos divagantes. Pero, ¿dónde hay mejor lugar para tener nuestros más serios pensamientos, que en la presencia de Dios?

“Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos.” Esta seria debilidad puede ser corregida si tomamos bastante tiempo en la presencia de Dios, y dejamos que el Espíritu nos enseñe cómo orar. Un misionero amigo mío me decía que él acostumbraba usar una lista de oración, que con el tiempo, se le hizo tan aburrida y mecánica como el rosario. No digo esto para negar el valor indudable de las listas de oración, sino para insistir en el valor que tiene orar “sin apuro”, ya que entonces, cuando hayamos dejado atrás todo concepto rígido o mecánico, El Espíritu Santo puede darnos temas de oraciones, y necesidades perentorias que no estaban en la lista, quitando aquí, y colocando allá, necesidades de oración que a nosotros se nos escaparon. Hay veces en que el Espíritu Santo nos hacer orar completamente olvidados de la lista de oración, y en otros casos dirige nuestra oración a lo que está en ella.

Es con este tiempo de oración como podemos empezar el día de la mejor manera. No hay una regla fija que pueda ser útil para todos, pero para la mayoría de nosotros el tiempo “sin prisa” puede conseguirse sólo a costa de levantarse más temprano. No solamente debemos empezar el día de trabajo pidiendo a Dios que nos planee el día, sino empezarlo con lo que es el mejor trabajo nuestro.

Es aquí donde encaramos nuestros problemas más efectivamente. Ponemos nuestros problemas delante de Dios, buscando la sabiduría de saber pedir, y la fe para recibir. Es parte de la disciplina de la fe mantener esas peticiones delante de Dios día tras día, sin olvidar o flaquear, aunque parezca que no haya respuesta efectiva todavía. La oración debe continuar hasta el día que obtengamos una respuesta. Pero cuán preciosamente fiel es el Espíritu de Dios. Vez tras vez, cuando esperamos delante del Señor, la respuesta viene. A veces como una profunda convicción de lo correcto de cierto curso de acción, aunado a cierta solución que se había estado insinuando a lo largo de varios días, y a veces como una idea fresca y nueva como rayo de los cielos.

Es en la hora quieta cuando podemos interceder los unos por los otros—nuestra familia, nuestros amigos, los compañeros de trabajo, el pueblo de Dios, nuestros prójimos. Para muchos de nosotros la lista se hace tan larga que necesitaríamos estar orando una semana entera. La lista debería incluir a todos los que están siendo tentados, o están tropezando, pero también debe incluir a los que se hallan firmes. El apóstol Pablo nos enseña que debemos orar tanto por los mejores miembros de la iglesia como por los que son débiles y flacos. Todos necesitan de nuestras oraciones para que sean guardados de los ataques del enemigo, y sostener firme su vida cristiana. A menudo tendremos que orar por un hermano caído, hasta que la respuesta llega y lo veamos levantarse. Entonces damos un suspiro de alivio y borramos su nombre de la lista.

Quizá la lección más profunda sobre la oración que yo recibí es la que encontré en un libro del doctor O. Hallesby, titulado Prayer (La Oración). El define la oración sencillamente como la confesión a Dios de nuestra necesidad. Cuando nosotros le decimos a Dios cómo debe contestar nuestras oraciones, no estamos en verdad orando, sino dando órdenes a Dios. Pero cuando llegamos al extremo de no ser capaces siquiera de pensar en qué manera puede Dios respondernos, entonces estamos realmente orando.

Hallesby ilustra este punto describiendo el caso de la oración por la conversión de tres hombres. Uno de ellos es un simpático hombre de buenos modales; el segundo es un hombre algo peor, y el tercero es un repulsivo pecador del cual no hay ninguna esperanza que se convierta. Nosotros nos ponemos a orar por todos ellos. Nos parece que Dios va a salvar fácilmente al primero, de modo que oramos por él con toda confianza, seguros de su conversión. También oramos por el segundo, pero ya nuestra fe es más pequeña, puesto que es un hombre bastante malo. En cuanto al tercero, nos parece un pecador tan endurecido, un sujeto tan brutal, que pensamos que Dios no podrá salvarlo. Entonces oramos poco tiempo por él, y sin mayor fe. Dice el doctor Hallesby que nosotros realmente sólo estamos en la posición de orar por el tercer hombre, porque la oración es solamente oración cuando confesamos nuestra impotencia. Estas palabras revolucionaron mi vida de oración.

Nosotros no sabemos cómo orar. Nos dice el apóstol Santiago que una segunda razón de nuestras oraciones no contestadas podría ser: “porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites” (Santiago 4:3). Es pasmoso comprobar cuántas de nuestras oraciones son egoístas. ¡Qué difícil es descubrir la mente del Señor y orar según la voluntad del Padre! La ilustración clásica de esta dificultad es la de Mónica orando por su hijo Agustín. Ella pedía que el joven no se trasladara de Cartago a Roma, pues en la capital se haría más libertino y perdido de lo que era. Dios contestó esa oración, pero no impidiendo que Agustín fuera a Roma, sino enviándolo de allí a Milán, donde fue convertido. Mónica deseaba que su hijo fuera salvo. El Señor lo salvó, pero no por los medios que ella sugería. ¡Cuánto de nuestras oraciones se gasta inútilmente en decirle a Dios los medios y maneras que El debe usar para contestarlas! En verdad nosotros deberíamos confesar siempre al Señor nuestra completa ignorancia e impotencia.

El escritor de la Carta a los Hebreos nos dice que otra condición requerida para la contestación de nuestras oraciones, es la fe. La creencia firme, no sólo de que Dios existe, sino que es “galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6). Un día que iba caminando de la universidad hacia mi casa, me detuve a hacer una visita pastoral en una casa donde había enfermos. La casa era sólo una choza, a punto de caerse, al grado que tenía que ser sostenida con puntales. El jefe de la familia, uno de esos hombres que nunca tienen éxito en la vida, se dedicaba al negocio del aserrín. El me decía siempre que tenía un gran porvenir vendiendo aserrín. Mientras tanto, su familia vivía en la mayor indigencia. La madre era una santa. Nunca he visto en mi vida otra persona haciendo frente a tan constante sarta de males con un espíritu tan dulce. Muchos de sus hijos andaban perdidos en el pecado. Algunos estaban en instituciones de caridad o encerrados en la cárcel. Su único consuelo en la vida era un chico como de ocho años que siempre la acompañaba a la iglesia. Ahora el chico estaba enfermo. Tenía viruelas, pulmonía y fiebre cerebral. Si llegaba a sanarse, decía el médico, seguro que todo esto afectaría su mente.

Cuando entré a la casa la madre estaba de rodillas ante el enfermo, con las manos puestas sobre su cabeza. Dos mujeres de la iglesia estaban sentadas también, orando silenciosamente. La cara de la madre reflejaba su agonía. Demasiado acongojada para hablar, demasiado agobiada para llorar, sólo podía orar exhalando un gemido. Yo contemplé al muchacho. Su rostro pálido tenía ya el sello de la muerte. Me quedé un rato largo en la casa, pensando que tal vez el chico moriría de un momento a otro. Entonces se me ocurrió pensar. ¿Qué puedo ofrecerle a esta madre? Recordé las tres clases de la universidad a la que había asistido en ese día. ¿Habría algo en ellas que me podrían ayudar? En la clase de filosofía de la religión habíamos tratado de decidir si había Dios o no. ¿Podría discutir eso con esta madre? En la clase de filosofía de la educación habíamos considerado los distintos niveles de educación en el mundo. ¿Podría yo introducir a esta madre en un mundo de completo relativismo? En la clase de filosofía contemporánea habíamos hablado de Nietzche y su particular concepto de Dios. ¿Podría ayudar a esta madre que agonizaba en oración junto a su hijo moribundo, explicarle lo que decían los filósofos? ¿Qué podía hacer yo en ese dramático momento? ¿Qué habría hecho usted? Sólo me quedaba una cosa qué hacer. Me arrodillé y oré.

Para hacer corta una historia larga, les diré que ese chico está hoy completamente sano, sin ninguna deficiencia mental en absoluto, y lo último que supe de él es que anda predicando el evangelio entre los filósofos de la India. ¿Cuál es la explicación de este milagro? Creo que conozco todas las respuestas naturales que pueden ser dadas. ¡La universidad lo ve todo de esa manera! Pero así y todo, lo que hace arder mi alma es la convicción de que Dios contesta las oraciones. “Los hombres sostienen opiniones, pero las convicciones sostienen a los hombres.”

No debo, sin embargo, dejar la impresión en los lectores que la oración tiene algún valor solamente cuando se producen resultados espectaculares o fenomenales. De ninguna manera. Pero orar específicamente, en asuntos grandes o pequeños, trae siempre resultados específicos. Y cuando llegamos a experimentar estos frutos y resultados de la oración, experimentamos también gozo de la vida santa.

William Penn decía de George Fox: “Pero sobre todo, él era extraordinario en la oración. El más tremendo y viviente cuadro que yo haya visto, o sentido, es Fox en oración. Y verdaderamente era un testimonio que él conocía al Señor y vivía más cerca de El que ningún otro hombre; porque aquellos que mejor lo conocen tienen mayor razón para acercarse a El con temor y reverencia”

¡Oh, Señor concédenos a cada uno de nosotros, un poco de esta misma vida!
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¿Qué es la Santidad?

INTRODUCCIÓN

En el pasado, las iglesias de santidad justificaban su existencia afirmando que Dios les había dado la misión de difundir “la santidad bíblica”. Hoy, muchas de esas denominaciones parecen estar más preocupadas por formar parte de la corriente evangélica principal que en recalcar la doctrina que las distingue. ¿Estaban en lo correcto nuestros predecesores del movimiento de santidad al definir nuestra identidad en forma tan estrecha, señalando la santidad como el tema esencial? Y, ¿tenían razón al decir que nuestro mensaje distintivo era la santidad “bíblica”?

Antes que intentemos discutir el tema de la santidad bíblica, es esencial que entendamos claramente cómo la Biblia utiliza el término. Esto requiere más que un estudio de palabras. No es suficiente enumerar como una concordancia las referencias bíblicas sobre la “santidad”. Debemos entender cómo determinamos los significados de las palabras y los conceptos que representan. Por lo tanto, la primera parte de este capítulo es un ejercicio relacionado con lo que los eruditos bíblicos llaman hermenéutica. “¿Herme...qué?”, preguntará usted.

La palabra griega de la que se deriva el término en español simplemente significa “interpretación”. Sin embargo, la utilizamos para referirnos al estudio de los principios y procedimientos involucrados en el proceso de comunicar e interpretar significados por medio de la palabra escrita o hablada. Es un intento de hacer explícitos los conceptos que motivan al intérprete cuando realiza la tarea de explicar el significado de la literatura, ya sea bíblica o de otro tipo. La hermenéutica se ocupa del proceso de ir, de un pasaje bíblico antiguo, a su significado y pertinencia para los lectores contemporáneos. Al comunicarnos, casi siempre lo hacemos combinando palabras. “Términos preciados”, como “santidad”, llegan a ser tan familiares que a veces no apreciamos cómo funcionan.

Las palabras son cosas extrañas. Es importante que nos demos cuenta de que el significado de las palabras es convencional y contextual. Permítame explicar esto con un ejemplo neutral. Después explicaré la pertinencia de usar un ejemplo totalmente ajeno al tema en nuestro estudio de la santidad.

Convencional

No hay una razón particular por la que al unir las letras p, e, r, r, y o debamos referirnos a un canino peludo. Es meramente la costum­bre o convención lo que dicta que la palabra “perro” identifique a tal criatura. En español tenemos diferentes palabras que se refieren al mismo animal. Bajo ciertas circunstancias nos referimos a un perro como “sabueso”, “cachorro”, “perrito”, “quiltro”, “chusco” o “cruzado”. Todos estos términos denotan esencialmente lo mismo. Sin embargo, sus connotaciones son diferentes. Es decir, todos son nom­bres de lo mismo, pero también comunican una variada información adicional. Por lo general pensamos en el “sabueso” como un perro de caza. Un “cachorro” o “perrito” es un perro joven. Usamos los términos “quiltro”, “chusco” y “cruzado” para los perros que consideramos inferiores y que probablemente no nos gustan. Los niños tal vez llamen a los perros “guaguas”. Las personas a veces utilizan los términos poodle, chihuahua, collie, doberman o pastor alemán para identificar cierta raza de perro. Dependiendo de nuestras experiencias pasadas, los nombres Rintintin, Lassie, Benji o Beethoven tal vez nos hagan pensar en “perro”.

Todo aquel que conoce otro idioma sabe que las palabras son sencillamente designaciones convencionales para las cosas. El término común para perro en francés es chien. En alemán es hund. No es coincidencia que esta palabra se parezca al término inglés “hound”. Los dos idiomas tienen cierta relación histórica. El significado de las palabras es convencional. No hay razón por la que la palabra para “perro” no hubiera podido ser “timrán”. Si todos nos pusiéramos de acuerdo en usar esa palabra con tal referencia, significaría precisamente eso. Si tomamos el vocablo “sala” e invertimos el orden de las letras, formamos la palabra “alas”. Pero esas dos palabras no son opuestas. La misma coincidencia al invertir las letras no se da en todas las palabras, ni en castellano ni en otros idiomas.

Cuando nuestro hijo estaba pequeño, no podía pronunciar la “r”. Muchas veces nos reíamos de las frases que decía. Lo que él deseaba comunicar era diferente de lo que entendíamos.

Muchas veces usamos las palabras en una forma que puede cau­sar confusión. Por ejemplo, en algunos países se utiliza la palabra “lata” para describir un automóvil viejo y dañado. Otros utilizan la palabra “coco” para referirse a la cabeza. En muchos países se utiliza la expresión “perro caliente” para referirse al pan con salchicha. En países al sur del continente americano lo llaman “pancho”. ¡Es extraño cómo cambia el lenguaje! Puesto que el significado de las palabras es convencional, los significados cambian con el tiempo.

Cambio

En los tiempos bíblicos, a los perros no se les consideraba mascotas como hoy. Los pastores los despreciaban como predadores y ani­males peligrosos, como los coyotes o las hienas. Para los hebreos, “perro” siempre tenía una connotación negativa. Llamar a alguien “perro” era un insulto o expresión peyorativa. Manifestaba el disgusto que una persona sentía por otra. En Deuteronomio 23:18, la palabra “perro” se refiere a hombres que se dedicaban a la prostitución en los templos paganos. En los tiempos del Nuevo Testamento, los judíos insultaban a los gentiles llamándolos “perros” (Mateo 15:21-28).

Por supuesto, la gente de la Biblia no utilizó la palabra “perro”, sino el equivalente en hebreo o griego. La palabra hebrea es keleb. Usted conoce esta palabra por el nombre del espía que, con Josué, presentó un informe optimista acerca de Canaán (Números 13—14).

No sabemos por qué sus padres le dieron ese extraño nombre: Caleb, “perro”. La palabra griega para perro es kynis. De ella se origina la expresión “caninos”, con la que nos referimos a toda la especie de animales que llamamos perros. Sin embargo, también es la raíz del término “cínico”.

Creo que hemos hablado lo suficiente acerca de perros. Quizá le haya convencido en cuanto a mi afirmación: Las palabras son cosas extrañas. Su significado lo determina la convención. Sin embargo, las palabras no son meramente arbitrarias. No podemos esperar que otros nos comprendan si usamos el término “alas” cuando queremos decir “sala”.

Conceptos

Obviamente es más fácil definir el significado de la palabra “perro” que el de la palabra “santidad”. Un perro es algo que reconocemos con nuestros cinco sentidos. La santidad, al igual que el amor o la belleza, es un concepto o una idea que concibe la mente. Es más difícil describir algo que no podemos tocar, ver, saborear, oler o escuchar. Algún bromista ha dicho que “el matrimonio basado en amor de cachorros [jóvenes sin experiencia] termina como una vida de perros”. Puesto que es difícil definir con precisión el amor romántico, algunos lo confunden con atracción física, capricho o aun simpatía. Sin embargo, la mayoría de las personas estarían de acuerdo en que hay ciertas características que distinguen al amor verdadero de estas falsificaciones. Pero usted tendrá que leer otro libro si está buscando ayuda sobre este tema.

Gusto

Muchos hemos escucha do decir que “la belleza está en los ojos del que mira”. La belleza es difícil de definir porque, hasta cierto punto, es asunto de gusto. Nunca pudimos entender cómo nuestra amiga Ana pensaba que los perros doberman eran hermosos. Feroces, sí; pero hermosos, muy poco. Por otro lado, no estábamos de acuerdo con su opinión de que era ridículo cómo cuidábamos de nuestros perros schnauzer miniaturas. Después de todo, habíamos tenido tres de estos perros y eso demostraba nuestro buen gusto en cuanto a perros. La belleza es a veces un asunto de opinión meramente sujetiva. Es imposible decir quién tiene la razón o quién está equivocado al respecto.

Valores

Existen diferentes opiniones en cuanto a la belleza porque también existen diferentes valores. Algunas personas consideran “bello” un automóvil basándose en el estilo. A otros les impresiona más el nombre del modelo, lo económico en cuanto a la gasolina, la aceleración, lo seguro que es, o lo confortable. Otros juzgan la belleza del auto por su precio. Lo mismo ocurre con la gente. A algunos les impresionan las características externas; a otros, el carácter interno. Lo que consideramos bello tal vez dé a conocer más cómo somos no­sotros que la persona o cosa a la que damos tal calificativo. Aun una mirada a los automóviles que conducen los cristianos le convencerá de que tienen diferentes opiniones en cuanto a qué hace que un carro sea hermoso. O, tal vez, que la belleza no fue un factor importante para escoger los autos. La elección de un modelo de automóvil evidentemente no es una decisión moral: entre lo bueno y lo malo. Y, puesto que la Biblia no menciona automóviles, no esperamos mucha ayuda de las Escrituras para hacer dicha decisión.

Moral

Aun los asuntos de gusto y valores personales pueden llegar a ser decisiones morales. Además, las palabras a veces nos desvían cuando juzgamos valores. La antigua palabra bíblica “fornicación” no significa lo mismo que la expresión neutral “relaciones sexuales prematrimoniales”. “Fornicación” denota lo anterior, entre otras cosas, pero su connotación indica claramente que la actividad descrita se evalúa como algo negativo. La fornicación se refiere a relaciones sexuales fuera del matrimonio e indica que son actos moralmente malos.

De la misma forma, “asesinar” no es lo mismo que “matar”. El asesinato es “el acto de quitar la vida con premeditación y alevosía” a otro ser humano. Nadie diría: “Ese asesinato fue justificado”. Nuestros valores morales influyen en las palabras que escogemos.

Por las Escrituras sabemos que es malo adquirir un auto robán­dolo. O, a sabiendas comprar un automóvil robado, aunque demos a las misiones el dinero que ahorramos en la transacción. Tal vez rehusemos comprar un automóvil excesivamente caro, para que ni el vehículo ni nosotros mismos lleguemos a ocupar el lugar de un ídolo. Pero, pocos asuntos morales son decisiones sencillas entre lo bueno y lo malo. Las decisiones difíciles de la vida a menudo nos llevan a diversos niveles intermedios. Si sostenemos los valores wesleyanos —ser trabajadores, gastar dinero sólo en lo indispensable y ser generosos—, tal vez decidamos no comprar un automóvil lujoso que realmente no necesitamos. Hay cosas que poseen mayor importancia eterna que conducir un automóvil deportivo de último modelo.

Juan Wesley a menudo exhortó a sus seguidores: Ganen todo lo que puedan, ahorren todo lo que puedan y den todo lo que puedan. El problema, por supuesto, es estar de acuerdo en lo que se considera derroche. No importa cuánto dinero tenga una persona, siempre encontrará a alguien cuyos recursos materiales le harán sentir relativamente “pobre”. Aun a algunos cristianos les es difícil admitir que tienen más recursos económicos que otros. Por tanto, modificamos la enseñanza de Wesley de la siguiente forma: Ganen todo lo que puedan, gasten todo lo que puedan, guarden todo lo que les quede y pro­téjanlo celosamente.

Autoridad

¿Y qué podemos decir de la santidad? Tal como ocurre con el amor romántico, ¿es posible confundirla a veces con falsificaciones? Al igual que los gustos sobre autos, ¿es sólo asunto de preferencia personal? ¿Hay criterios sociales y culturales por medio de los cuales se reconoce la santidad? La mayoría de los cristianos estarían de acuerdo en que las Escrituras, y no nuestros gustos personales o valores sociales, deben definir la vida de santidad. La dificultad está en que debemos interpretar las Escrituras.

Algunos cristianos sostienen que la Biblia es la única fuente de autoridad en la que basan su fe y práctica. Eso es lo que afirman, pero nosotros sabemos cuál es la realidad. Seamos honestos: Una gran variedad de factores influyen en la conducta y las creencias cristianas: nuestros padres, nuestra crianza, nuestra clase social, nuestro país de origen, nuestro tipo de personalidad, nuestro sexo, y otros.

Si usted ha hablado con cristianos de una denominación diferente a la suya, se habrá dado cuenta de que las convicciones doctrinales influyen en la forma en que comprenden la Biblia. Por supuesto, ¡nosotros nunca haríamos eso! ¿O tal vez sí? Los wesleyanos hemos estado más conscientes de las otras fuentes de autoridad que influyen en nuestra teología y juicios morales que la mayoría de los otros cristianos evangélicos. No es simplemente que nos hayamos resignado a lo inevitable. No es que admitamos: “Por supuesto, leo la Biblia a través de los lentes de la perspectiva wesleyana de la santidad. Sin embargo, no estoy más prejuiciado que los demás. Y, ¿quién puede decir que mis prejuicios son menos apropiados que los suyos?”

Los wesleyanos reconocemos que hay, que siempre ha habido, y que debe haber cuatro fuentes principales de autoridad a las que los cristianos podemos recurrir al definir nuestra fe y práctica. A estas cuatro fuentes se les ha llamado, con una expresión acuñada por el teólogo metodista Albert Outler, el “cuadrilátero wesleyano”. Estas son la Biblia, la tradición cristiana, la experiencia y la razón. Por supuesto, la Biblia es la fuente primaria. Sin embargo, insistimos en que es totalmente apropiado recurrir a esas otras fuentes para que nos asistan en la tarea esencial de interpretar las Escrituras. Lo hacemos, no porque no queramos oír lo que la Escritura enseña claramente, sino para mantenernos alejados de las innovaciones sin valor, la deshonestidad y la insensatez en nuestra interpretación.

Interpretación

Podemos suponer que el Dios único y verdadero, quien inspiró la Biblia, debe tener una idea precisa de lo que quiere decir con el tér­mino “santidad”. Sin embargo, debemos admitir que El no escogió definirla uniformemente y sin ambigüedad en la Biblia. Diferentes autores bíblicos parecen utilizar el término en formas ligeramente variadas. Tal vez sea porque santidad es un concepto abstracto. Quizá sea porque recalcaron diferentes aspectos de una realidad demasiado compleja como para entenderla desde una sola perspectiva. Tal vez sea porque vivieron en diferentes épocas, en diferentes lugares y en distintas situaciones sociales.

La Biblia no fue escrita en una sola sesión y por una sola perso­na. Surgió en el transcurso de cientos, aun miles de años, con la participación de muchos autores humanos. Un estudio profundo de la santidad requeriría que se examinara el uso del término a través de la historia y de toda la Biblia. Pocos eruditos han intentado realizar tal estudio a fondo. Pero, es mucho más de lo que este pequeño libro trata de lograr. Nuestro objetivo es más modesto: Ayudar a las per­sonas comunes y corrientes a entender lo suficiente sobre la santidad bíblica para que respondan apropiadamente al llamado de Dios a la santidad en la vida diaria.

Comunicación

Parece razonable suponer que los autores bíblicos escribieron para que se les entendiera, es decir, escribieron con el propósito de comunicar un mensaje inteligible. Si fue así, tuvieron que adoptar los significados convencionales de las palabras que utilizaron. No usarían la palabra “sala” cuando querían decir “alas”. Tampoco habrían inventado palabras que nadie hubiera usado antes. Para usar nuestro ejemplo anterior, ¿cómo habría sabido la gente que “timrán” significaba “perro” si los autores bíblicos simplemente hubieran acuñado el término para sus propósitos? Por lo tanto, deben haber utilizado la palabra “santidad” con una denotación y connotación que los lectores originales al menos entendían parcialmente.

Si los autores bíblicos escribieron para que les entendieran, ¿por qué tantos pasajes de la Biblia son difíciles de entender? Y, ¿por qué las personas interpretan la Biblia en formas diferentes? Hay razones entendibles: Al leer la Biblia, no tenemos todos los conceptos que tenían sus primeros lectores. Por otro lado, tenemos numerosos con­ceptos modernos que ellos no poseían. Los tiempos cambian y las culturas difieren aun en un mismo período. Los escritores y oradores siempre dan por sentado un sinnúmero de conceptos en lo que escriben o dicen. Una persona extraña que tratara de escuchar secretamente la conversación de una familia durante la cena, necesitaría alguna explicación para entender lo que dicen. Lo mismo ocurre cuando tratamos de “escuchar” la literatura escrita en otro tiempo y lugar, y con diferentes conceptos que los nuestros. Es incorrecto interpretar la Biblia sin tomar en cuenta esta dimensión tácita de la comunicación. El problema es: ¿Qué conceptos extrabíblicos podemos aplicar apropiadamente al leer la Biblia? Los desacuerdos al respecto causan la mayoría de las diferencias en la interpretación de pasajes bíblicos controversiales.

La mayoría de los hispanohablantes utilizan la palabra “piña” para referirse a una fruta. Sin embargo, las personas de la parte sur de Sudamérica llaman a la misma fruta “ananá”. En Argentina, la expresión “piña” se refiere a un golpe con el puño. Para un argenti­no, darle una piña a alguien, es darle una golpiza, mientras que para un colombiano sería darle la fruta.

Sin embargo, si un colombiano fuera a la Argentina y escuchara que un boxeador le “dio una tremenda piña” a su contrincante, no pensaría que, en medio de la pelea, un boxeador se detuvo para entregarle la fruta a su oponente. Esto se debe a que tenemos simila­res suposiciones para interpretar los términos.

Los problemas de entendimiento surgen cuando la comunicación se realiza a través de diferentes períodos históricos o culturas. Pero, también se interpreta erróneamente cuando los que escuchan no prestan atención adecuada al contexto de las palabras del orador.

Las palabras son cosas extrañas. Su significado no es meramente arbitrario. Sin embargo, para comunicar el significado, el contexto es un factor decisivo. Debemos aprender el significado de una palabra por el uso que se le dio en cierto tiempo en la historia y por su uso en un cuerpo particular de literatura.

Contexto

Aprendemos el significado de las palabras por el uso que se les da en contextos específicos. La interpretación se lleva a cabo por lo menos en dos contextos: histórico y literario.

Contexto histórico. Nuestra explicación acerca de la palabra “perro” demuestra que los significados y las connotaciones de las palabras cambian a través del tiempo. Las palabras se pueden utilizar literal o figurativamente. Al usarlas, las asociamos con conceptos culturales. Cuando los autores bíblicos utilizaron figurativamente la palabra “perro”, ésta no tenía la misma fuerza que nosotros le atribuimos. No es posible entender las palabras bíblicas sin conocer algo de la forma en que se utilizaron cuando se escribió la Biblia. Sería un error imponer nuestros sentimientos acerca del “mejor amigo del hombre” cuando leemos de los “perros” en la Biblia. De la misma forma, no podemos imponer nuestra teología de santidad sobre los autores bíblicos. Sería como dar por sentado que comemos “caninos recién cocidos” —usted sabe, ¡“hot dogs” o perros calientes! Puesto que hay de 2,000 a 4,000 años de separación entre los días de la Biblia y nosotros, la tarea de interpretación no es nada fácil.

Obviamente, conocer la cultura y la historia de los tiempos bíbli­cos nos ayudará a evitar malas interpretaciones. Sin embargo, ni los especialistas se ponen de acuerdo en cuanto al significado preciso de algunos pasajes. Los lectores originales de la Biblia no necesitaron consultar comentarios y diccionarios bíblicos para entenderla. Vivían en el mismo tiempo y cultura que el autor bíblico. Sabían de primera mano de qué había escrito. Su experiencia personal les proveyó el conocimiento inmediato del contexto histórico. Nuestro mundo es muy diferente del de ellos.

Los buenos intérpretes de la Biblia deben conocer lo suficiente sobre el mundo antiguo para evitar dos errores. Deben distinguir lo que la gente de los tiempos bíblicos daba por sentado y que nosotros no damos por sentado. Y, deben distinguir lo que nosotros damos por sentado y que la gente de entonces no daba por sentado, ni hubiera podido hacerlo. Sólo un lector sin información podría malentender la palabra “lecho” de Marcos 2:4 en la versión Reina-Valera 1960. ¿Quién supondría que los amigos del paralítico bajaron una cama—cabecera, armazón, colchón— por la abertura que hicieron en el techo? La Versión Popular y la Reina-Valera 1995 eliminan algo de la confusión al emplear el término “camilla”. A menudo comparar traducciones es suficiente para evitar malentendidos basados en diferencias históricas y culturales. Sin embargo, el abismo histórico y cultural entre aquella época y la actual no es la mayor dificultad al interpretar la Biblia.

Contexto literario. Supongamos que alguien que no habla nues­tro idioma señala el animal que llamamos “perro” y dice una palabra que no reconocemos. ¿Podemos suponer que está diciendo “perro” en su idioma? Tal vez. Pero, quizá esté comentando sobre el olor, el color o el carácter del perro. Tal vez esté mencionando el nombre del perro, su raza o el nombre de su dueño. Es difícil saberlo a menos que conozcamos otras palabras en su idioma.

Las palabras rara vez se utilizan en forma aislada. Las palabras que las anteceden y las que las siguen, proveen el contexto literario en el que se lleva a cabo la interpretación. Sabemos lo suficiente sobre los tiempos bíblicos para comprender que los autores bíblicos no utilizaron la palabra “perro” para referirse a un automóvil viejo. Pero, ¿cómo sabemos qué quisieron decir?

Por medio de la investigación histórica y cultural podemos apren­der cómo otros autores de la antigüedad utilizaron la palabra “perro”. Sin embargo, el contexto histórico nos puede decir sólo cuáles fueron los significados posibles (o imposibles) en cierto período o en cierta cultura. Solamente el uso de una palabra en un contexto literario par­ticular nos dice cuál significado posible es el más probable. La versión Reina-Valera 1995 presenta una traducción muy literal del hebreo en Deuteronomio 23:18: “No traerás la paga de una ramera ni el precio de un perro a la casa de Jehová, tu Dios”. El paralelismo obvio entre “ramera” y “perro” guió correctamente a los traductores de la Nueva Versión Internacional (NVI), quienes hicieron una traducción interpretativa: “Ningún hombre o mujer de Israel se dedicará a la prostitución ritual. No lleves a la casa del Señor tu Dios dineros ganados con estas prácticas” (23:17-18). Sin embargo, el lector promedio de la NVI no conocerá el lenguaje colorido que se encuentra en el original.

Sabemos que no es lo mismo “Montenegro” (apellido) que un “monte negro”. Asimismo, no es lo mismo hablar de un “alto digna­tario” que de un “dignatario alto”. No podemos tomar las palabras de la Biblia, ponerlas dentro de un gran sombrero, revolverlas y echarlas sobre una mesa, y esperar que comuniquen el mismo mensaje que tienen en su arreglo presente. El significado preciso de las palabras —su denotación y connotación— lo determina el contexto.

Etimología

Saber que “lata” es un envase de hojalata no nos ayuda a enten­der lo que quiere decir una persona al afirmar: “Hoy Roberto llevó su lata al trabajo otra vez”. Prestar atención al contexto de estas palabras nos ayudará a entender si Roberto llevó una lata de atún para su almuerzo o si utilizó un automóvil viejo para llegar a su trabajo. El significado de las palabras lo determinan el contexto y las convenciones o normas que comparten las personas, y no la etimología.

La etimología es el estudio del origen de las palabras. El origen del término “cínico”, derivado de la palabra griega para “perro”, casi no nos dice nada sobre su significado. El término “diente de león”, nom­bre de una mala hierba, es traducción del francés. Pero, dicha informa­ción no nos ayuda a entender el significado del término por completo.

Mi nombre, George, viene de una palabra griega que significa “granjero”. Pero, fue sólo coincidencia que me haya casado con una mujer llamada Terre, cuyo nombre en latín y en francés significa “tierra”. ¿O quizá no lo fue?

Se ha dicho a veces que el término griego para iglesia está compuesto de dos palabras que significan “llamados”. Sin embargo, esa información histórica es casi irrelevante para entender cómo se usó esa palabra en los tiempos bíblicos. Para la mayoría de los que habla­ban griego, simplemente significaba “asamblea” o “reunión de personas”. Pero, los judíos que hablaban griego, al traducir la Biblia comprendieron el término como “el verdadero pueblo de Dios”.

La mayoría de las palabras tienen una historia. Sin embargo, no debemos suponer que una palabra en una frase en particular signifi­ca todo lo que ha significado a través de la historia. No, el significado lo determina el uso convencional en un contexto particular en cuanto al tiempo y dentro de un cuerpo particular de literatura.

Entonces, ¿qué objetivo tiene toda esta discusión sobre caninos, latas, convención, conceptos, comunicación y contexto? Y, en particular, ¿cómo se relaciona esto con nuestro estudio de la santidad?

Santidad Bíblica

Los significados de “santidad” y de los términos relacionados que se usan en la Biblia son, como toda palabra, simplemente convencionales. El concepto bíblico de santidad es más categórico que cualquier otra palabra que se usa para describirla. El término en sí no es sagrado. Después de todo, los autores bíblicos utilizaron palabras en hebreo y griego que eran diferentes a nuestras palabras en español. Lo que importa no es la palabra sino su significado. Si la palabra "santidad” no nos comunica este significado, o no lo comunica a nuestros oyentes, debemos encontrar otros términos que describan más adecuadamente el significado del concepto bíblico.

Sin embargo, antes de abandonar una buena palabra, tenemos que entenderla nosotros y ser capaces de comunicar su significado a otros. El significado bíblico de santidad debemos descubrirlo por medio de un estudio cuidadoso de la Biblia misma. No olvidemos que los wesleyanos reconocemos cuatro fuentes principales de autoridad doctrinal: la Biblia, la tradición cristiana, la experiencia y la razón. No obstante, también insistimos en que lo que no se encuentra en la Escritura, no debemos convertirlo en artículo de fe. La Biblia tiene que ser el fundamento para toda doctrina bíblica de santidad. La teología bíblica distingue entre lo que enseña la Biblia y lo que depende de otras autoridades. No podemos empezar a desarrollar nuestra propia teología de santidad y luego recurrir a la Biblia en busca de textos que parezcan apoyar nuestras opiniones personales, y aún así, afirmar que predicamos la santidad bíblica. La doctrina bíblica de la santidad debe descubrirse en forma inductiva, no deductiva. Es decir, se debe basar en generalizaciones derivadas de una amplia variedad de pasajes bíblicos específicos. No es correcto comenzar con nuestras conclusio­nes doctrinales y buscar textos bíblicos que las validen.

Por medio de una cuidadosa selección y organización de los pasajes, es posible afirmar que existe base bíblica para casi cualquier opinión, no importa cuán verdadera o falsa sea. Las sectas han demostrado que es posible probar casi cualquier idea por medio de este método. No podemos imponer nuestras conclusiones teológicas acerca de la santidad bíblica y honestamente declarar que la Biblia es la fuente de nuestra fe y práctica. Lo que dice la Biblia no es la última palabra en nuestra teología; es la primera palabra. Lo que dice la Biblia debe interpretarse y aplicarse. La tradición, la experiencia y la razón inevitablemente contribuirán a nuestra teología, pero no deben pasar por alto las claras enseñanzas de la Escritura.

Terminología de Santidad

Para definir la “santidad bíblica” debemos comenzar con las palabras. Sin embargo, esto es sólo el principio. Para entender el significado preciso de las palabras, debemos estudiarlas en sus diversos contextos bíblicos. Las palabras “santidad” y “santo” provienen del latín. Las mismas palabras en inglés —holiness y holy— provienen de las raíces germánicas (anglosajonas) del idioma inglés. En el inglés antiguo esos términos comunicaban la idea de estar “sano” o “salu­dable”. “Santificar” y “santificación” provienen del latín. El verbo latín sanctificare significa “hacer sagrado algo”, es decir, “apartarlo para el servicio de los dioses”.

Las palabras hebreas y griegas básicas que se traducen en los términos mencionados, pertenecen a las mismas familias de palabras. En el Antiguo Testamento hebreo, el sustantivo abstracto qodesh por lo general se traduce “santidad”. Al usarlo en contraste con lo “profano” o “común”, sugiere que su naturaleza esencial es “aquello que pertenece a la esfera de lo sagrado”. Por lo tanto, hablar del “Santo” (utilizando el adjetivo qadosh como sustantivo) es referirse a Dios. El verbo hebreo qadash significa “hacer santo” o “santificar”.

Al templo se le llama miqdash, el “lugar santo” o “santuario”. Aunque parezca extraño, el término hebreo qadesh, de este mismo grupo de palabras, se refiere a prostitutos y prostitutas del templo. Desde la perspectiva cananea, éstos eran sacerdotes y sacerdotisas apartados para la adoración del dios Baal y su madre-consorte, Asera, a quien ellos llamaban “Santidad”. Desde la perspectiva israelita, esos “hombres y mujeres santos” de las idólatras religiones de la fertilidad en Canaán, estaban muy lejos de la rectitud moral. Su “santidad” consistía exclusivamente en la devoción total a sus dioses perversos. Su moral corrupta era igual a la de las deidades que servían.

Dados los diferentes contextos literarios de estos términos hebreos, sería incorrecto traducirlos con las mismas palabras, a pesar de su origen común. En el Nuevo Testamento, la palabra “santidad” generalmente es la traducción de hagiasmos. Esta palabra se deriva del adjetivo hagios, que significa “santo”. Por lo tanto, santidad es la cali­dad o estado de ser santo. Ser santo es ser “apartado” o “único”.

“Santificación” es la traducción del término griego hagiosyne. El sustantivo, también derivado de hagios, se refiere al acto o proceso por el cual alguien es hecho santo o reconocido como tal. La forma plural del adjetivo hagios llega a ser el sustantivo hagioi, que por lo general se traduce “santos”. Obviamente se refiere al “pueblo santo”. Por lo tanto, el verbo hagiazo se traduce como “santifico” o “hago santo”.

La Escritura se refiere a Dios como “santo” por dos razones. Primero, por lo que los teólogos identifican como la trascendencia de Dios. Es decir, El es completamente distinto de su creación. Solo El es el Creador; todo lo demás que existe es su creación. El es único; sólo un Dios. Segundo, Dios es justo y amoroso de una forma sin igual al tratar con sus criaturas. Es decir, El es santo en su ser y conducta.

Solamente Dios es santo en forma tal que su santidad no deriva de otra fuente. Las personas pueden ser santas en sentido derivado, porque pertenecen a Dios, el Santo. “Yo soy Jehová que os santifico” (Éxodo 31:13; Levítico 22:32). “Yo soy Jehová, vuestro Dios. Vosotros por tanto os santificaréis y seréis santos, porque yo soy santo...Yo soy Jehová, que os hago subir de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios: seréis, pues, santos, porque yo soy santo” (Levítico 11:44-45; véase 19:2). “Santificaos, pues, y sed santos, porque yo, Jehová, soy vuestro Dios” (20:7). “Habéis, pues, de serme santos, porque yo, Jehová, soy santo, y os he apartado de entre los pueblos para que seáis míos” (v. 26). Se espera que el pueblo de Dios se conduzca de una forma que esté de acuerdo con el llamado especial a conocerlo a El y a darlo a conocer. “Así como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir, porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:15-16).

Teología Bíblica

Debido al gran número de referencias bíblicas relacionadas con la santidad es imposible estudiarlas todas aquí. Por lo tanto, ¿cómo procederemos? ¿Cómo establecemos la base bíblica para la doctrina de santidad? A veces los que enseñamos esta doctrina la hemos puesto en ridículo por predicar la entera santificación con textos inadecuados. “La hemos predicado basándonos en pasajes donde no existe”. No es razonable esperar que cada pasaje que utiliza la palabra “santidad” o “santificación” enseñe todos los aspectos de la doctrina de santidad o se refiera a una segunda obra de gracia.

Consideremos Juan 17:19, por ejemplo. Jesús, en su oración sumo sacerdotal, dice: “Yo me santifico a mí mismo”. Nadie podría enten­der esto como una declaración de que El se limpia a sí mismo del pecado original o que se llena con el Espíritu Santo. No suponemos que la santificación de Jesús haya sido una segunda obra de gracia, subsecuente a su conversión de una vida de pecado. En este versícu­lo, la autosantificación de Jesús se refiere a la paradoja de estar en el mundo sin ser del mundo (vv. 11-14). En forma positiva, se refiere a su firme compromiso con la misión para la que el Padre lo envió al mundo (véase vv. 3, 8, 18, 23, 25, 26). Jesús no eludiría la tarea de dar a conocer plenamente el amor de Dios, aunque eso significara su muerte en la cruz. La oración de Jesús por la santificación de sus discípulos (y por los que creerían debido a ellos), en el versículo 17, debe entenderse de la misma manera. Por lo menos, la santidad debe invo­lucrar un compromiso incondicional con la costosa misión redentora de Dios —un compromiso que hacemos por la gente del mundo, pero sin transigir ante los valores del mundo.

Este pasaje no cubre completamente todo lo que la Biblia dice sobre la santidad, pero no podemos afirmar que predicamos la “santidad bíblica” a menos que incluyamos lo que se enseña aquí. Negarnos a predicar la santidad “en base a pasajes donde no se encuentra”, no implica restringirnos a aquellos pasajes en que aparece explícitamente la terminología de santidad. El contenido esencial de la santidad bíblica se puede encontrar en sustancia en pasajes en donde ninguno de estos términos aparece. Este no es simplemente el punto de vista de alguien que predica la santidad. Es evidente que los términos “santidad” y “santificación” están ausentes en la carta de Pablo a los Gálatas. Pero allí habla de la libertad de la esclavitud del pecado que resulta al caminar de acuerdo con el Espíritu Santo.

En un libro que publicó recientemente una editora de tradición reformada, William M. Ramsay escribe: “Gálatas no trata de ‘la justificación por la fe’, como Lutero y sus seguidores han creído a través de los siglos. Trata de la santificación por la fe. No enseña cómo alguien recibe el perdón de los pecados. Enseña cómo debe vivir uno cuando ha recibido ese perdón inicial”. Lo categórico no es la terminología, sino el significado de los términos. La santidad es una enseñanza bíblica fundamental. Sin embargo, “todo el tenor de la Escritura” proclama la santidad bíblica; no lo hace sólo un pasaje o una interpretación personal de la Escritura.

Transición

Si comenzáramos nuestro estudio de la santidad con la Biblia, no con la teología favorita de alguien —ni la nuestra ni la calvinista ni la carismática ¿cuál sería el resultado? Y, ¿en qué sección de la Biblia comenzaríamos?

Podríamos comenzar en Génesis y leer toda la Biblia hasta Apocalipsis. Sin embargo, una concordancia nos ahorraría tiempo, indicándonos dónde aparecen en la Biblia los términos “santidad”, “santificar”, “santificación” y otros términos relacionados. Esto nos permitiría ver cuántos de estos pasajes utilizan los términos en contexto. Sin embargo, un total de aproximadamente 900 referencias no hace sencilla la tarea. Una mirada rápida a través de la concordancia revela que, en el Nuevo Testamento, la mayoría de las referencias a la terminología de santidad están en 1 Tesalonicenses. Si la terminolo­gía prueba algo, este libro debe ser un documento esencial en cual­quier explicación sobre el concepto bíblico de la santidad.

La frecuente y explícita terminología de santidad en esta breve epístola es digna de notar. Hay más referencias a “santidad” por centímetro cuadrado aquí que en cualquier otra parte de la Biblia. Puesto que el tiempo nos permite el lujo de realizar un estudio a fondo, 1 Tesalonicenses parece un lugar apropiado para comenzar. Por lo tanto, sin más demora, iniciemos un breve estudio de la santidad en la Primera Epístola de Pablo a los Tesalonicenses.
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