1.- El evangelismo en la iglesia


El primer gran motivo de la predicación en la Iglesia es el evangelismo, o sea dar la buena nueva de la salvación que Dios ofrece a los seres humanos mediante la obra redentora de Jesucristo.

No todos los mensajes religiosos son evangelísticos. Algunos son de carácter devocional o de edificación para creyentes. Sin embargo, todo sermón predicado en la iglesia debe contener una parte más o menos considerable de mensaje evangelístico, particularmente si el predicador nota entre el público algún rostro desconocido, quizá de familiares o amigos de los miembros, que no acostumbran asistir a los servicios de la iglesia.

Muchos sermones de edificación contienen a la vez elementos de evangelización: Aquellos que exponen los privilegios del cristiano para esta vida o la venidera, inducen al no creyente a pensar que vale la pena ser cristiano. Los sermones que se refieren a los deberes cristianos de carácter moral, y sobre todo aquellos que tratan de mayordomía y que podrían producir un efecto contraproducente en un forastero, necesitan a todas luces algunas palabras de evangelización antes de darlos por concluidos. Un predicador notable decía: «Nunca concluyo un sermón sin haber dado un toque al corazón de los no creyentes, pues no sé si volveré a ver aquellas almas otra vez en la iglesia, o tendré que encontrarlas ante el trono de Dios, acusándome por no haberles dado el mensaje de vida eterna el día de mi oportunidad».

En algunas iglesias se predican sermones de carácter puramente ético, que apenas difieren de lo que diría un moralista escéptico o un orador socialista, en un mitin. Carecen totalmente de alusiones y referencias a las promesas de Dios que nos son dadas en las Sagradas Escrituras para la eternidad. Hay pastores modernistas que parecen avergonzarse de hacer la más leve referencia a la vida futura. Tales predicadores deberían ser bastante honrados para declararse abiertamente escépticos; presentar la dimisión de su cargo eclesiástico, y buscarse un empleo secular. Realmente
ha de ser difícil para tales oficiantes del pastorado mantenerse en el continuado conflicto de nadar entre dos aguas, tratando de complacer a los miembros escépticos que no tienen ninguna esperanza para el más allá, y no defraudar a los que creen, y necesitan ver renovadas, y alentadas sus esperanzas con las fieles promesas de la Sagrada Escritura.

El evangelismo consiste en el arte de levantar, primero, en los corazones de aquellos que no creen, dudas acerca de si están o no en la posición correcta en cuanto a Dios y la eternidad, y luego, edificar en sus almas el edificio de la fe en las promesas de Dios hechas por Jesucristo y los apóstoles.

El Evangelio es «Buenas Nuevas» de salvación para la eternidad. Todo lo que no sea esto no es Evangelio. Serán buenos consejos de vida moral, enseñanzas más o menos útiles para el hogar, la familia o la sociedad; pero no es Evangelio en el verdadero sentido de la palabra.

Por esto, cuando el predicador ha expuesto en su mensaje los deberes del cristiano no debe olvidar los posibles oyentes no creyentes, o sea, los que no han nacido de nuevo por la fe genuina en el Hijo de Dios, y debe decir algo, antes de terminar, para levantar en el corazón del nuevo asistente deseos de venir a serlo.

No es necesario que presente de un modo completo y extenso el plan de la salvación, pues ello causaría cansancio a los que ya lo han oído infinidad de veces, alargando indebidamente el mensaje; pero es necesario añadir algo relacionado con las anteriores exhortaciones de edificación y enseñanza para los convertidos, que revele al forastero su necesidad espiritual.

Puede formularse con la consabida frase: «Si alguien no ha aceptado todavía a Cristo como su Salvador personal…» etc., y de ahí unas frases que se refieran a la necesidad de entrar todos los seres humanos en una nueva relación con Dios para que aquellos privilegios antes referidos puedan ser alcanzados por quienes todavía no los poseen. Hay que decir algo que haga pensar al inconverso: ¿Y si fuera verdad lo que está diciendo el predicador y yo me encuentre excluido de tales privilegios? Y esta reflexión induzca al forastero a investigar por sí mismo o a buscar la ayuda
de una iglesia, para llegar a la certidumbre de la fe. Nunca debe omitirse poner al extraño en este dilema.

Contenido y extensión de los mensajes

Los predicadores modernistas suelen hablar en términos ambiguos para toda clase de oyentes, suprimiendo de su vocabulario los términos de cielo, infierno, redención, expiación, pecado, arrepentimiento, nueva vida en Cristo, etc…, limitándose a declaraciones como: «Todos somos hijos de Dios»; todos tenemos necesidad de superarnos… debemos poner nuestro grano de arena para edificar una sociedad mejor, etc., etc…

En siglos pasados los predicadores hablaban del cielo y del infierno como si acabaran de regresar del otro lado de la muerte. En el presente siglo este lenguaje suele ser objeto de burla, como un lenguaje anticuado, y resulta contraproducente usarlo en la mayoría de los casos, por estar tan extendido el escepticismo en nuestros días.

Pero todo el mundo duda acerca de los temas que se refieren al más allá. De ahí el gran interés que existe en este tiempo sobre religiones y sectas extrañas. La predicación evangélica moderna, pero sana, debe tener en cuenta esta duda general, y partir de ella, para procurar construir el edificio de la fe. Es prudente declarar, como suele hacerlo con gran frecuencia el famoso evangelista Billy Graham: «La Biblia dice…», como queriendo indicar, no se trata de una afirmación mía, no es la palabra de un hombre ignorante, como lo somos todos los humanos, acerca de los misterios de la vida y del más allá, pero la Biblia dice… «La Biblia declara…», «Cristo dijo…», para que los oyentes saquen sus propias consecuencias de las afirmaciones del predicador basadas sobre la revelación bíblica.

Debemos entender que la doctrina evangélica es la misma de siempre, supone aquella «fe transmitida a los santos de una vez por todas», por la cual «debemos contender ardientemente» (Judas v. 3): No fue elaborada poco a poco por la Iglesia en los primeros siglos, como afirman los escritores y predicadores modernistas, haciéndose eco de las infundadas conjeturas de los escritores ateos de los siglos XVII y XVIII.

La prueba de que nuestra fe es la fe auténtica de los apóstoles halla apoyo en el hecho que al lado de los escritos incorporados en el Nuevo Testamento existen otros, reconocidos por todos los eruditos, aun los más ajenos a la fe cristiana, como escritos de fechas anteriores al siglo III, algunos casi de la misma época apostólica, como la Epístola a Bernabé (año 73), las diversas cartas de Ignacio de Antioquía, discípulo de san Juan, escritas por el pastor de aquella iglesia bien conocida en los Hechos de los Apóstoles, cuando se dirigía a su martirio en Roma, por el año 107 al 110; así como la carta de Policarpo, obispo de Smirna, discípulo de san Juan, escrita poco más allá del año 100; las cuales contienen la misma doctrina acerca de la divinidad de Cristo y de su obra redentora, exactamente como la hallamos en los documentos apostólicos llamados canónicos. No tenemos, pues, por qué avergonzarnos de la antigua doctrina de la redención por la muerte expiatoria del Hombre-Dios, Jesucristo, de quien dieron testimonio los apóstoles.

Cierto que es un plan inaudito y extraño para la sabiduría humana, no tan sólo en el siglo XX, sino ya en el siglo I, cuando san Pablo escribía: «Porque el mensaje de la cruz es locura para los que se están perdiendo; pero para nosotros, que somos salvos, es poder de Dios. Pues está escrito destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé el entendimiento de los entendidos… puesto que los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, pero nosotros predicamos a Cristo crucificado para los judíos ciertamente tropezadero y para los gentiles locura; mas para aquellos que son llamados, así judíos como griegos, Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios» (1ª Corintios 18:19, 22-24). Y ésta es esencialmente la doctrina del Evangelio, «buena nueva de la gracia de Dios», en el siglo XX, como lo ha sido a través de todos los tiempos.

¿Que hay que expresar esta doctrina en un lenguaje moderno para hacerlo inteligible a los hombres de nuestro siglo, procurando que no sean escandalizados por el uso de expresiones y palabras de las que hicieron abuso los predicadores y escritores de la Edad Media? Esto podemos aceptarlo, pero no que se cambie el mensaje y la doctrina.

Hace ya algunos años cuando escribimos el libro Pruebas tangibles de la existencia de Dios, al final de aquellas consideraciones de teología natural que demuestran la existencia de un Ser supremo en la naturaleza, autor de la inmensa sabiduría que se revela en ella; aquel Ser a quien Jesucristo nos enseñó a llamar Padre Celestial, al entrar en la segunda parte del libro para venir a explicar el plan de salvación, en el capítulo que denominamos: Las bases de la fe cristiana, lo explicamos en los siguientes términos:

«Así pues, al lado del astrónomo y del físico, del químico y del naturalista, del arqueólogo y del historiador, el cristiano puede hoy, más que nunca, mirar los hechos objetivamente y afirmar que la experiencia de la Humanidad ofrece una fuerte presunción en favor de los siguientes supuestos:

1.° Que existe un Ser supremo, ordenador de las maravillas de la Naturaleza, cuya sabiduría no podemos dejar de reconocer y admirar, por más que ignoremos su íntima esencia.

2.° Que el Creador, además de hacerse evidente por las obras de la Naturaleza, no es improbable haya tratado de establecer alguna comunicación con los hombres, según declaran las religiones, ya en los orígenes de la raza o en otras épocas culminantes de la historia humana por Él mismo escogidas.

3.° Que un estudio de todas las religiones, tradiciones y lenguas y de las diversas razas humanas nos demuestra de un modo que no admite dudas, su origen común, por llevar todas ellas vestigios de identidad filológica y de tradición, respecto a hechos que se supone tuvieron lugar en los albores
de la Humanidad, como son la felicidad original y caída del hombre, el diluvio, la torre de Babel, etc.; así como de idénticos principios moral-religiosos, cuya perversión se nota en todas ellas al estudiar su evolución a través de los siglos.

4.° Que la Biblia, que contiene los libros sagrados de los hebreos y de los cristianos es, según frase del eminente orador Emilio Castelar, “la revelación más pura que de Dios existe”.

5.° Que Jesucristo es la magna revelación del Ser Creador, a quien, Él tan sólo, nos enseñó a llamar Padre; el Maestro por excelencia y Redentor de los hombres, quien vino a levantarnos de nuestro estado, moralmente degradado, para que vivamos según la voluntad de Dios.

6.° Que, según una experiencia mil veces manifestada en los pueblos civilizados así como en las razas más salvajes de la tierra, el ser humano que se acerca a Dios en demanda de perdón por los méritos y en el nombre de Jesucristo, y ayuda para vivir según su voluntad, recibe un poder moral
que le habilita para romper totalmente con su pasado, por degradado que hubiese sido, realizando lo que jamás podría efectuar por un mero propósito o determinación propia. El cambio que Jesucristo llama “Nuevo Nacimiento”».

Puede observarse que en este enunciado no usamos el vocabulario clásico de la fe cristiana copiado
de las cartas de Pablo; pero expresamos la misma doctrina dada a los cristianos del siglo I.

Algunos aceptan a Jesucristo como Maestro ideal de la Humanidad, el hombre perfecto y sin igual, el prototipo supremo de la raza; pero sin aceptar su divinidad ni las revelaciones que Él hizo a los hombres acerca de la otra vida y de la redención. Mas en tal caso resulta el inconcebible absurdo de que el hombre más santo y perfecto haya sido el mayor engañador y el causante de muertes alevosas de seguidores suyos que han dado sus vidas en virtud de tales declaraciones. ¿Qué podríamos pensar de un Cristo que dijo «no temáis a los que matan el cuerpo y después no tienen más que hacer…», «el que perdiere su vida por causa de Mí y del Evangelio, éste la salvará», si este Maestro ideal hubiese pronunciado tales palabras sin tener la seguridad absoluta de que hay otra vida tras de la muerte, en la cual tales promesas han de ser cumplidas? (véase Mateo 10:28 y
16:25).

El supuesto de que Él no enseñó verdades de carácter espiritual y eterno, sino solamente principios sociales que sus seguidores transformaron más tarde en ideales religiosos, puede sostenerse aún menos que la primera alegación de que Jesús fuera un engañador, ya que desde los mismos orígenes del cristianismo los creyentes en Jesucristo obraron como si Él hubiera pronunciado tales palabras, dando sus vidas gozosamente, con la esperanza de volverlas a recobrar. Toda la historia del cristianismo confirma esta verdad. Por ésta y muchas otras razones que no caben en los límites de este libro, nuestra fe cristiana se extiende más allá de lo que podemos ver o comprobar, hallándose, empero, firmemente apoyada sobre hechos de indubitable comprobación.»

También pusimos como título del próximo capítulo, que trata de la conversión a Dios y a la nueva vida regenerada del creyente: «El método divino de reparación moral», pero en el texto de dicho capítulo, no nos limitamos a decir que Cristo fue un gran ejemplo para nosotros tanto en su vida como en su muerte, sino que tras el subtítulo de ¿Quién era Jesucristo? explicamos claramente, con ejemplos ilus-trativos, nuestro concepto de Jesucristo como Hijo de Dios, el Creador de las estrellas. Y tras el subtítulo La muerte de Jesucristo como expiación del pecado continuamos explicando el porqué del plan divino de la redención, para exponer a continuación bajo el próximo subtítulo El fenómeno de la conversión.

No pusimos este último subtítulo como título general del capítulo porque nos pareció mucho más clara y expresiva para el lector moderno la frase El método divino de reparación moral, que La conversión del pecado, expresión muy cierta, bien comprensible y clara para los ya creyentes; pero que al no creyente, de tendencia escéptica, le repugna, por el abuso que ha sido hecho de ella.

Además, nos decidió a hacerlo así el que la palabra «conversión», en boca o en un escrito de los protestantes, les parecía en aquel tiempo a los católicos –y aún continúa pareciéndoles– cambio de una religión a otra, del catolicismo al protestantismo; y los escépticos consideran que el término pecado es una palabra clerical inventada por los curas para asustar a las beatas. Por esto escogimos como título la frase El método divino de reparación moral, a pesar de que bajo los subtítulos explicamos el antiguo e inmutable evangelio del perdón de los pecados por la aceptación,
mediante la fe, del sacrificio expiatorio de Jesucristo.

Para evitar al lector escéptico tropezar con una frase anticuada en grandes letras, al lado de los argumentos filosóficos-científicos de los capítulos precedentes.

Aconsejamos a los hermanos evangelizantes tener en cuenta los tiempos en que vivimos al explicar el Evangelio a los incrédulos. El apóstol Pablo dice: que se había hecho «todo a todos para ganar a algunos», y observamos esta prudente táctica en su discurso a los intelectuales del Areópago de Atenas. Pero no disimuló ni negó los hechos sobrenaturales del Evangelio para no parecer un judío atrasado, sino que acabó predicando a Jesús con toda valentía al decir:

«Por tanto, Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres, en todo lugar, que se arrepientan, por cuanto ha establecido un día en el cual va a juzgar al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos» (Hechos 17:30, 31).

Mostrándose del todo consecuente con lo que escribió en el capítulo primero a los Romanos: «Porque no me avergüenzo del Evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree» (Romanos 1:16).

por Samuel Vila

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